Por: Jaime De Althaus Guarderas
EL COMERCIO
29-04-11
Es absurdo cambiar lo que funciona bien y más absurdo aun es cambiarlo por algo que funciona mal. Eso es lo que hace, sistemáticamente, el plan de Ollanta Humala. En el Perú, el modelo de crecimiento funciona bien: crecemos a tasas altas y sostenidas. Lo que funciona mal es el Estado, que es ineficiente, corrupto y no redistribuye bien. Lo que hay que cambiar no es el modelo, sino el Estado. Pues bien, el plan de Humala propone cambiar el modelo poniéndole mucho más Estado. Es decir, cambiar lo sano por lo enfermo. Así, propone cambiar el capítulo económico de la Constitución para restablecer el rol empresarial del Estado, “nacionalizar las actividades estratégicas” (pág. 80), “retornar el control de las decisiones del negocio gasífero a Petroperú” (pág. 8), crear diversas empresas públicas, etc.
El único puerto que funciona bien es Matarani, concesionado a fines de los 90. Enapu es un desastre. El aeropuerto Jorge Chávez, también concesionado, ha sido declarado el mejor de Sudamérica. Pues bien, el plan anuncia que se revisarán todas las concesiones de puertos y aeropuertos y que se “restituirá la operación y la administración de los mismos con participación mayoritaria del Estado Peruano” (pág. 86).
Hasta 1994 solo el 8% de los hogares tenía teléfono y conseguir uno costaba 2 mil dólares. Hoy, luego de la privatización, casi todos los hogares del Perú tienen cuando menos un celular. Pues el plan propone crear una ¡empresa nacional de telecomunicaciones!
El sistema privado de pensiones no es perfecto, pero es un logro histórico. Antes los aportes iban a un fondo común que era regularmente saqueado por los gobiernos. Al final las pensiones se pagaban con maquinita, con inflación. Ahora estamos ante un fondo conformado por cuentas individuales de ahorro donde los aportes de cada afiliado no se tocan y, más bien, se incrementan un 15% promedio por año sobre los aportes. Y el fondo total ya supera los 30 mil millones de dólares, un ahorro interno como nunca lo ha tenido el Perú y que nos ha permitido conquistar, por primera vez, la independencia financiera del exterior. Lo que faltan, más bien, son proyectos.
¿Qué se propone? Regresar al sistema anterior de un fondo común y obligatorio, donde el sistema privado pasa a ser complementario. Es decir, lo malo como remedio de lo bueno. Y con confiscación, pues el aporte al sistema privado se reduce a lo que queda después de aportar al sistema público obligatorio (primera confiscación), y la pensión gratuita para todos los que no tengan pensión es financiada en parte “por una porción de los fondos aportados por los trabajadores” (pág. 173) (segunda confiscación). Y así sucesivamente: subsumir Essalud –que son fondos privados mandatados y funciona mejor– en el Ministerio de Salud… Francamente, ni el peor enemigo del Perú…
viernes, 29 de abril de 2011
domingo, 24 de abril de 2011
Cuba: medio siglo sin mercado inmobiliario
Por: Yoani Sánchez*
EL COMERCIO
Domingo 24 de Abril del 2011
Tiene una casona que se cae a pedazos. La obtuvo en los sesenta cuando la familia para la que trabajaba se exilió en Estados Unidos. Sintió que los cielos se le abrían al quedarse a vivir en una glamorosa zona de La Habana. Recorría las habitaciones, el patio, acariciaba el pasamanos de mármol, llenaba las tinas de los tres baños solo para recordar que aquella mansión era suya. La alegría duró hasta que los primeros bombillos se fundieron, la pintura comenzó a cuartearse y la maleza creció en el jardín. Trabajó limpiando una escuela, pero ni con seis salarios hubiera podido mantener aquel caserón cada vez más inhóspito. Pensó venderla, pero por décadas en Cuba estuvo prohibido el mercado inmobiliario y solo era posible intercambiar (permutar) propiedades. Para controlar esa actividad, se implementaron decretos y limitaciones que volvían un calvario el mudarse. El Instituto de la Vivienda velaba por el cumplimiento de las absurdas condiciones: no podían canjearse casas que no fueran iguales en número de habitaciones y metraje, porque los burócratas podían sospechar que era una compraventa enmascarada. Cuando las familias lograban mudarse, estaban agotadas de llenar formularios, contratar abogados y sobornar inspectores.
A cada prohibición le surgió una forma creativa de saltársela. Muchos compraron su casita, pese a que los tribunales penalizaban severamente –incluyendo la confiscación– a quienes lo hicieran. En la ilegalidad proliferaron los estafadores. Los que hacían de intermediarios inmobiliarios, cobraban por hacer el contacto entre dos familias para esfumarse en medio de los trámites. Se retocaban superficialmente las viviendas y cuando los nuevos inquilinos llegaban descubrían vigas podridas y cañerías colapsadas. Cuando se quería agilizar una permuta había que corromper a los funcionarios y se establecieron cuotas para cada paso del proceso.
Las limitaciones inmobiliarias obedecían a la intención gubernamental de no permitir que afloraran las diferencias sociales. En un país donde cada cual pudiera vender o comprar una casa, con el único requisito de poseerla en propiedad o tener el dinero para adquirirla, las ciudades se redistribuirían rápidamente. La única moneda que servía para adquirir un hogar más digno era la fidelidad ideológica: altos funcionarios y los militares bajados de la Sierra Maestra disfrutan –hasta hoy– de lujosas mansiones en barrios con hermosos jardines, mientras que en los estratos humildes la gente seguía dividiendo habitaciones y levantando pisos intermedios de madera –conocidos como barbacoas– ante el crecimiento de la familia. Es difícil saber cuántos cubanos emigraron empujados por la estrechez de espacio.
Por todo esto, uno de los resultados más esperados del VI Congreso del Partido Comunista fue que se levantara el banderín inmobiliario. Cuando se dijo que había sido aceptada la compra y venta de casas, cientos de miles de cubanos respiramos aliviados. La señora de la casona estaba, en el momento del anuncio, frente a la pantalla de su televisor, evitando una gotera que cae del techo, justo en medio de la sala. Miró alrededor las columnas con capiteles decorados y la escalera de mármol a la que le había arrancado el pasamanos para venderlo. Finalmente podría colgar un cartel: “Se vende casa de cinco habitaciones que necesita reparación urgente. Se compra apartamento de un cuarto en cualquier barrio”.
(*) Periodista y bloguera cubana
EL COMERCIO
Domingo 24 de Abril del 2011
Tiene una casona que se cae a pedazos. La obtuvo en los sesenta cuando la familia para la que trabajaba se exilió en Estados Unidos. Sintió que los cielos se le abrían al quedarse a vivir en una glamorosa zona de La Habana. Recorría las habitaciones, el patio, acariciaba el pasamanos de mármol, llenaba las tinas de los tres baños solo para recordar que aquella mansión era suya. La alegría duró hasta que los primeros bombillos se fundieron, la pintura comenzó a cuartearse y la maleza creció en el jardín. Trabajó limpiando una escuela, pero ni con seis salarios hubiera podido mantener aquel caserón cada vez más inhóspito. Pensó venderla, pero por décadas en Cuba estuvo prohibido el mercado inmobiliario y solo era posible intercambiar (permutar) propiedades. Para controlar esa actividad, se implementaron decretos y limitaciones que volvían un calvario el mudarse. El Instituto de la Vivienda velaba por el cumplimiento de las absurdas condiciones: no podían canjearse casas que no fueran iguales en número de habitaciones y metraje, porque los burócratas podían sospechar que era una compraventa enmascarada. Cuando las familias lograban mudarse, estaban agotadas de llenar formularios, contratar abogados y sobornar inspectores.
A cada prohibición le surgió una forma creativa de saltársela. Muchos compraron su casita, pese a que los tribunales penalizaban severamente –incluyendo la confiscación– a quienes lo hicieran. En la ilegalidad proliferaron los estafadores. Los que hacían de intermediarios inmobiliarios, cobraban por hacer el contacto entre dos familias para esfumarse en medio de los trámites. Se retocaban superficialmente las viviendas y cuando los nuevos inquilinos llegaban descubrían vigas podridas y cañerías colapsadas. Cuando se quería agilizar una permuta había que corromper a los funcionarios y se establecieron cuotas para cada paso del proceso.
Las limitaciones inmobiliarias obedecían a la intención gubernamental de no permitir que afloraran las diferencias sociales. En un país donde cada cual pudiera vender o comprar una casa, con el único requisito de poseerla en propiedad o tener el dinero para adquirirla, las ciudades se redistribuirían rápidamente. La única moneda que servía para adquirir un hogar más digno era la fidelidad ideológica: altos funcionarios y los militares bajados de la Sierra Maestra disfrutan –hasta hoy– de lujosas mansiones en barrios con hermosos jardines, mientras que en los estratos humildes la gente seguía dividiendo habitaciones y levantando pisos intermedios de madera –conocidos como barbacoas– ante el crecimiento de la familia. Es difícil saber cuántos cubanos emigraron empujados por la estrechez de espacio.
Por todo esto, uno de los resultados más esperados del VI Congreso del Partido Comunista fue que se levantara el banderín inmobiliario. Cuando se dijo que había sido aceptada la compra y venta de casas, cientos de miles de cubanos respiramos aliviados. La señora de la casona estaba, en el momento del anuncio, frente a la pantalla de su televisor, evitando una gotera que cae del techo, justo en medio de la sala. Miró alrededor las columnas con capiteles decorados y la escalera de mármol a la que le había arrancado el pasamanos para venderlo. Finalmente podría colgar un cartel: “Se vende casa de cinco habitaciones que necesita reparación urgente. Se compra apartamento de un cuarto en cualquier barrio”.
(*) Periodista y bloguera cubana
sábado, 9 de abril de 2011
Manías de Pavo Real
Por: Yoani Sánchez*
EL COMERCIO
Sábado 9 de Abril de 2011
En este mundo donde la moda reina por un lado, mientras los harapos señorean en otro, lo que se pone sobre el cuerpo se ha convertido en un elemento para juzgarnos y clasificarnos. Son tiempos de pavo real, de echarse por encima más de lo que nuestro bolsillo nos permite. En las calles de mi ciudad veo el ir y venir de los zapatos Nike y Adidas, cuando muchos de sus dueños no tienen agua corriente o un colchón decente donde dormir. Son aquellos que han decidido llevar su vida piel afuera y están dispuestos a gastar en ese empeño todos sus limitados recursos.
Después de décadas de ascetismo y privaciones materiales, los cubanos nos hemos rendido ante el capricho de las vestiduras. No ha sido una capitulación de hace pocos años, sino un largo proceso de fascinación ante las telas y los encajes. Comenzó en aquellos tiempos grises que fueron los setenta, cuando llevar un jean podía acarrear acusaciones de “pro yanqui” y represalias por tener “problemas ideológicos”. Después vino una etapa en la que todos nos vestíamos prácticamente igual, debido a la poca variedad que nos ofrecía el mercado racionado. Una vez al año una mujer tenía el derecho a elegir entre comprar un sostén o unas bragas, de ahí que pocas exhibieran un juego de ropa interior completo y en buen estado. Era una vergüenza comenzar a desnudarse en una relación íntima y que nuestro compañero viera el desgaste del atuendo bajo la blusa y la saya.
La crisis económica agravó la situación y durante casi un lustro mi marido y yo nos intercambiábamos parte de la ropa que nos había quedado de los años del subsidio soviético. Recuerdo que ataba mi abundante cabellera con uno de sus calcetines, a falta incluso de un trozo de tela para amarrarme las greñas. Teníamos blusones grises y camisas a rayas que lo mismo servían para ir a un cine que para asistir a la boda de unos amigos. Nadie miraba qué llevábamos sobre la piel, pues todos padecían de la misma estrechez de ropa y calzado. Aquellos que estábamos en la adolescencia aprendimos a adornar los estropeados pantalones con etiquetas y broches, mientras que un viejo pulóver se embellecía si alguien le escribía una frase con pintura para autos. Nunca fuimos más creativos a la hora de vestirnos y, sin embargo, nunca nos resultó tan doloroso el sueño de la moda, el insistente aguijón de querer lucir bien.
Recuerdo que al cumplir los 15 años era la feliz propietaria de un par de zapatos que se mojaban por un agujero en la suela, una falda y dos blusas. A veces para ir a pasear debía lavar alguna de las prendas y la tendía detrás del refrigerador. El increíble electrodoméstico secaba la tela en tiempo récord y lograba que mi menguado guardarropa pudiera estar listo cada día. Al contarlo ahora parece un chiste, pero les aseguro que fue muy duro ser adolescente y no poder exhibir un atuendo sin que estuviera remendado.
Con las remesas enviadas por los familiares en el extranjero y la apertura de tiendas en pesos convertibles cambió algo la situación en torno a la indumentaria. Salidos del extremo de la austeridad muchos se dejaron llevar por la avalancha del consumo y las ciudades vieron resurgir las más variadas vestimentas. Las ansias de distinguirse del resto hicieron a los más jóvenes comenzar una carrera por los colores, las marcas y la exclusividad. Algunos padres aplaudieron ese desenfreno, que no habían podido disfrutar ellos y dejaron que sus hijos se arrodillaran bajo el señorío de la moda. Los temas de conversación comenzaron a rondar en torno a qué productor de calzados era mejor o cuál había sido el último estilo lanzado por Benetton. Todo eso sin que la situación económica justificara que la cola del pavo real pudiera abrirse y mostrar sus adornos.
Las nuevas vidrieras donde se exponen los reaparecidos productos abrieron un voraz apetito difícil de complacer. Al mismo tiempo que surgía el mercado dolarizado, desapareció la zona subvencionada que distribuía productos industriales. Aquella libreta con talones desprendibles y cuadrículas numeradas, en que se anotaban las bragas y sostenes, los zapatos y todo lo relacionado con el vestuario y el maquillaje, pasó a ser un documento museable. A partir del otoño de 1993 quienes quieren lucir bien tienen la oportunidad de adquirir lo que deseen y hasta de elegir entre una marca y otra. Lo curioso es que esos afeites para el cuerpo debemos comprarlos con una moneda diferente a la que nos entregan en el salario, en fin, para mejorar la apariencia hay que zambullirse en la ilegalidad.
Ahora, al pasar frente a las boutiques veo a estos jóvenes mirar deslumbrados los nuevos modelos que muestran los maniquíes. Mientras hablan y sonríen, enseñan en su sonrisa un diente de oro o un pequeño diamante insertado en el colmillo, pero al llegar a casa muchos se enfrentan a un plato solo de arroz o a un baño sin jabón. Han optado por llevar todas sus posesiones encima, por reducir sus propiedades a aquellas colocadas sobre sus cuerpos. Disfrutan sus poses de pavo real, aliviados al menos de poder diferenciarse entre ellos, de poder escapar de la uniforme grisura con que se vistieron sus padres.
(*) Periodista y bloguera cubana
EL COMERCIO
Sábado 9 de Abril de 2011
En este mundo donde la moda reina por un lado, mientras los harapos señorean en otro, lo que se pone sobre el cuerpo se ha convertido en un elemento para juzgarnos y clasificarnos. Son tiempos de pavo real, de echarse por encima más de lo que nuestro bolsillo nos permite. En las calles de mi ciudad veo el ir y venir de los zapatos Nike y Adidas, cuando muchos de sus dueños no tienen agua corriente o un colchón decente donde dormir. Son aquellos que han decidido llevar su vida piel afuera y están dispuestos a gastar en ese empeño todos sus limitados recursos.
Después de décadas de ascetismo y privaciones materiales, los cubanos nos hemos rendido ante el capricho de las vestiduras. No ha sido una capitulación de hace pocos años, sino un largo proceso de fascinación ante las telas y los encajes. Comenzó en aquellos tiempos grises que fueron los setenta, cuando llevar un jean podía acarrear acusaciones de “pro yanqui” y represalias por tener “problemas ideológicos”. Después vino una etapa en la que todos nos vestíamos prácticamente igual, debido a la poca variedad que nos ofrecía el mercado racionado. Una vez al año una mujer tenía el derecho a elegir entre comprar un sostén o unas bragas, de ahí que pocas exhibieran un juego de ropa interior completo y en buen estado. Era una vergüenza comenzar a desnudarse en una relación íntima y que nuestro compañero viera el desgaste del atuendo bajo la blusa y la saya.
La crisis económica agravó la situación y durante casi un lustro mi marido y yo nos intercambiábamos parte de la ropa que nos había quedado de los años del subsidio soviético. Recuerdo que ataba mi abundante cabellera con uno de sus calcetines, a falta incluso de un trozo de tela para amarrarme las greñas. Teníamos blusones grises y camisas a rayas que lo mismo servían para ir a un cine que para asistir a la boda de unos amigos. Nadie miraba qué llevábamos sobre la piel, pues todos padecían de la misma estrechez de ropa y calzado. Aquellos que estábamos en la adolescencia aprendimos a adornar los estropeados pantalones con etiquetas y broches, mientras que un viejo pulóver se embellecía si alguien le escribía una frase con pintura para autos. Nunca fuimos más creativos a la hora de vestirnos y, sin embargo, nunca nos resultó tan doloroso el sueño de la moda, el insistente aguijón de querer lucir bien.
Recuerdo que al cumplir los 15 años era la feliz propietaria de un par de zapatos que se mojaban por un agujero en la suela, una falda y dos blusas. A veces para ir a pasear debía lavar alguna de las prendas y la tendía detrás del refrigerador. El increíble electrodoméstico secaba la tela en tiempo récord y lograba que mi menguado guardarropa pudiera estar listo cada día. Al contarlo ahora parece un chiste, pero les aseguro que fue muy duro ser adolescente y no poder exhibir un atuendo sin que estuviera remendado.
Con las remesas enviadas por los familiares en el extranjero y la apertura de tiendas en pesos convertibles cambió algo la situación en torno a la indumentaria. Salidos del extremo de la austeridad muchos se dejaron llevar por la avalancha del consumo y las ciudades vieron resurgir las más variadas vestimentas. Las ansias de distinguirse del resto hicieron a los más jóvenes comenzar una carrera por los colores, las marcas y la exclusividad. Algunos padres aplaudieron ese desenfreno, que no habían podido disfrutar ellos y dejaron que sus hijos se arrodillaran bajo el señorío de la moda. Los temas de conversación comenzaron a rondar en torno a qué productor de calzados era mejor o cuál había sido el último estilo lanzado por Benetton. Todo eso sin que la situación económica justificara que la cola del pavo real pudiera abrirse y mostrar sus adornos.
Las nuevas vidrieras donde se exponen los reaparecidos productos abrieron un voraz apetito difícil de complacer. Al mismo tiempo que surgía el mercado dolarizado, desapareció la zona subvencionada que distribuía productos industriales. Aquella libreta con talones desprendibles y cuadrículas numeradas, en que se anotaban las bragas y sostenes, los zapatos y todo lo relacionado con el vestuario y el maquillaje, pasó a ser un documento museable. A partir del otoño de 1993 quienes quieren lucir bien tienen la oportunidad de adquirir lo que deseen y hasta de elegir entre una marca y otra. Lo curioso es que esos afeites para el cuerpo debemos comprarlos con una moneda diferente a la que nos entregan en el salario, en fin, para mejorar la apariencia hay que zambullirse en la ilegalidad.
Ahora, al pasar frente a las boutiques veo a estos jóvenes mirar deslumbrados los nuevos modelos que muestran los maniquíes. Mientras hablan y sonríen, enseñan en su sonrisa un diente de oro o un pequeño diamante insertado en el colmillo, pero al llegar a casa muchos se enfrentan a un plato solo de arroz o a un baño sin jabón. Han optado por llevar todas sus posesiones encima, por reducir sus propiedades a aquellas colocadas sobre sus cuerpos. Disfrutan sus poses de pavo real, aliviados al menos de poder diferenciarse entre ellos, de poder escapar de la uniforme grisura con que se vistieron sus padres.
(*) Periodista y bloguera cubana
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AMERICA LATINA,
YOANI SÁNCHEZ
viernes, 1 de abril de 2011
Mitos
Por: Jaime De Althaus Guarderas
EL COMERCIO
01-04-11
Existe el mito de que nuestro crecimiento se debe al ‘boom’ del precio de los minerales. Ollanta Humala, por ejemplo, en su “Compromiso con el pueblo peruano”, afirma que hemos tenido “un crecimiento muy importante basado en los altos precios de las materias primas”. Nada más lejos de la verdad. En los últimos cinco años la tasa anual promedio de crecimiento de la minería ha sido de apenas 0,7%, y en los dos últimos años ha sido ¡negativa! (-3,2%), mientras que la manufactura no primaria ha crecido a 8% anual (pese a la fuerte caída del 2009), y la construcción a ¡14,3%! Lo que quiere decir que hace ya buen tiempo que el crecimiento de la economía peruana reposa principalmente en la demanda interna y en sectores no primarios. Y es lógico: tenemos ahora una industria competitiva y exportadora, inclusiva, que procesa nuestros recursos, que integra, que forma mercado interno.
Por eso, es equivocado también el mito, desarrollado en el plan de gobierno de Gana Perú, de que el modelo “neoliberal” ha “reprimarizado” la economía. Es al revés. Hace 25 años casi no exportábamos confecciones, productos químicos o metalmecánicos, menos aun agroindustriales no tradicionales. Entre 1994 y el 2007, las exportaciones no tradicionales se han expandido, en volumen (toneladas), a una tasa promedio anual de 2,5 veces superior a las tradicionales. Crecen –en volumen– mucho más rápido. Y esa velocidad se ha incrementado en los últimos años: entre el 2007 y el 2010, las no tradicionales se han expandido –siempre en volumen– a una tasa anual promedio ¡7,6 veces superior!(1)
Entonces, está en marcha un acelerado proceso de diversificación de nuestras exportaciones con mayor valor agregado. Se trata de acelerarlo aun más y sustentarlo a largo plazo con el mejoramiento cualitativo de la educación, investigación e infraestructura. Para eso necesitamos, sí, de los recursos fiscales que aporta la minería. Necesitamos mucha más inversión minera (producimos menos de la mitad que Chile) para generar más recaudación y más inversión regional. Sería grave, entonces, atacar tributariamente a la minería con una carga superior al 70%, que es lo que se desprende del plan de gobierno de Humala, cuando la de Chile, con nuevas regalías y todo, solo alcanza al 40%; y más aun “nacionalizar” sectores estratégicos y recuperar el rol empresarial del Estado en ellos, como se plantea, porque lo único que lograremos es que no venga inversión externa a un sector de por sí complicado y que, por lo tanto, la inversión general se retraiga. Con lo que liquidamos la más grande conquista histórica del Perú: el crecimiento acelerado y sostenido, sin el que no se podrá derrotar la pobreza.
(1) Las No Tradicionales crecieron a un promedio anual de 22%, mientras las Tradicionales a uno de 2.9%.
EL COMERCIO
01-04-11
Existe el mito de que nuestro crecimiento se debe al ‘boom’ del precio de los minerales. Ollanta Humala, por ejemplo, en su “Compromiso con el pueblo peruano”, afirma que hemos tenido “un crecimiento muy importante basado en los altos precios de las materias primas”. Nada más lejos de la verdad. En los últimos cinco años la tasa anual promedio de crecimiento de la minería ha sido de apenas 0,7%, y en los dos últimos años ha sido ¡negativa! (-3,2%), mientras que la manufactura no primaria ha crecido a 8% anual (pese a la fuerte caída del 2009), y la construcción a ¡14,3%! Lo que quiere decir que hace ya buen tiempo que el crecimiento de la economía peruana reposa principalmente en la demanda interna y en sectores no primarios. Y es lógico: tenemos ahora una industria competitiva y exportadora, inclusiva, que procesa nuestros recursos, que integra, que forma mercado interno.
Por eso, es equivocado también el mito, desarrollado en el plan de gobierno de Gana Perú, de que el modelo “neoliberal” ha “reprimarizado” la economía. Es al revés. Hace 25 años casi no exportábamos confecciones, productos químicos o metalmecánicos, menos aun agroindustriales no tradicionales. Entre 1994 y el 2007, las exportaciones no tradicionales se han expandido, en volumen (toneladas), a una tasa promedio anual de 2,5 veces superior a las tradicionales. Crecen –en volumen– mucho más rápido. Y esa velocidad se ha incrementado en los últimos años: entre el 2007 y el 2010, las no tradicionales se han expandido –siempre en volumen– a una tasa anual promedio ¡7,6 veces superior!(1)
Entonces, está en marcha un acelerado proceso de diversificación de nuestras exportaciones con mayor valor agregado. Se trata de acelerarlo aun más y sustentarlo a largo plazo con el mejoramiento cualitativo de la educación, investigación e infraestructura. Para eso necesitamos, sí, de los recursos fiscales que aporta la minería. Necesitamos mucha más inversión minera (producimos menos de la mitad que Chile) para generar más recaudación y más inversión regional. Sería grave, entonces, atacar tributariamente a la minería con una carga superior al 70%, que es lo que se desprende del plan de gobierno de Humala, cuando la de Chile, con nuevas regalías y todo, solo alcanza al 40%; y más aun “nacionalizar” sectores estratégicos y recuperar el rol empresarial del Estado en ellos, como se plantea, porque lo único que lograremos es que no venga inversión externa a un sector de por sí complicado y que, por lo tanto, la inversión general se retraiga. Con lo que liquidamos la más grande conquista histórica del Perú: el crecimiento acelerado y sostenido, sin el que no se podrá derrotar la pobreza.
(1) Las No Tradicionales crecieron a un promedio anual de 22%, mientras las Tradicionales a uno de 2.9%.
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