martes, 17 de enero de 2012

Impuestos Chatarra

Por: Eduardo Morón
SEMANA ECONOMICA
10-01-12


Empecemos por el descargo correspondiente. Tengo 8 kilos de sobrepeso. Tengo 4 hijos que les encanta comer en restaurants de comida chatarra. Ninguno de ellos tiene un problema de sobrepeso.

Al Ministro Tejada le salió lo de árbitro y quiere ponerle tarjeta amarilla a la comida chatarra en vez de seguir con la promoción de los trotes alrededor del Pentagonito de su época de alcalde sanborjino.

Aquí hay varias preguntas. La primera es si el Estado debe desincentivar el consumo de comida que puede ser nociva para la salud y bienestar futuro de las personas. La gran mayoría diría que sí y pondría los ejemplos de lo que ya se hace con el alcohol y el tabaco. Pero (y no es menor), la gran complicación viene por la forma de cobro. En el caso del alcohol y el tabaco se cobra dicho impuesto a la venta de productos debidamente manufacturados. Si pudiera comprar puros rolados a mano que se vendiera al pie de los semáforos ese producto estaría exento de impuestos, lo mismo con algún aguardiente producido de manera artesanal.

Lo esencial en el diseño de un impuesto es que la base imponible sea visible y verificable. Eso aumenta enormemente la recaudación. Piensen en el ITF o en el impuesto a los combustibles. En el caso de la comida chatarra uno podría preguntarse para empezar a qué le llamamos comida chatarra. Una respuesta simple es identificar a quien vende. Pero una hamburguesa con papas me la puedo comer en un fast food como en el restaurant más refinado. Una segunda opción es ir por el contenido de la comida en sí y hacer como hacen los daneses que le cobran un impuesto a cualquier comida que tenga un contenido de grasas saturadas mayor a un cierto nivel. El problema es que hay comidas como el chocolate oscuro que tiene otras buenas propiedades que están por encima de muchas comidas rápidas.

Pero un problema aún mayor es la efectividad de la política. Estamos muy acostumbrados a no evaluar lo que hacemos pero es algo fundamental. Lo que muestra el caso danés es que el impuesto a las comidas con grasa saturada no ha reducido significativamente el nivel de obesidad de las personas. ¿Entonces? Lo que corresponde es probar diferentes instrumentos siguiendo un diseño experimental que permita aislar posibles explicaciones erróneas para evaluar cual es la mejor manera de modificar los hábitos alimenticios de las personas. De repente terminamos concluyendo que lo más efectivo para reducir la obesidad en las personas es motivándolos a correr o caminar creando estos espacios públicos en las ciudades. Es decir, lo mejor es enfocarse en lo que ya hace tiempo puso en marcha el actual Ministro Tejada, y no en un impuesto chatarra, mal diseñado y peor implementado.

jueves, 12 de enero de 2012

La conveniencia de dos nuevos impuestos

Por: Hans Rothgiesser
SEMANA ECONÓMICA
12-01-12


En un mercado competitivo, los precios de los productos se definen por la interacción de la oferta y la demanda. Puede que el precio parezca excesivo, pero a menos que haya una falla de mercado corregible por medio de una medida específica, no hay razón para que el Estado intervenga poniendo alguna clase de control o de restricción al libre comercio de estos productos. Éste es el caso, por ejemplo, de productos que generan costos a terceros y que no son compensados por el agente que está recibiendo un beneficio de su consumo. Digamos, los cigarrillos. En ciertas circunstancias, el consumo del cigarrillo afecta a terceros inocentes que también aspiran los humos y se perjudican involuntariamente. En casos como ése se justifica que el Estado intervenga para solucionar esa falla de mercado de alguna manera. En otros casos el Estado interviene porque asume que sabe más que tú sobre lo que te conviene, limitando tu libertad de elegir.

Eso se está pretendiendo hacer con el impuesto a la comida chatarra. No obstante, esta propuesta presenta una serie de problemas de aplicación que hacen que la discusión acerca de su conveniencia ni valgan la pena. Esta columna de Gonzalo Zegarra lo comenta, este post de Eduardo Morón ahonda más en ello y este texto de Gonzalo Tamayo de Macroconsult lo aborda brevemente. De hecho, sorprende que los que plantean esta propuesta para desincentivar el consumo de un producto, no consideren qué tan sensibles son los consumidores de estos productos a las variaciones en los precios. A esto en economía se le llama elasticidad precio y es elemental para entender cuál será el efecto de un impuesto de este tipo en el consumo. Un problema adicional con esta propuesta es que distintos grupos de la población tienen distintas elasticidades con respecto a estos productos. Y casualmente los que nos preocupan -los obesos o los que tienen predisposición a la obesidad- tienen una elasticidad mayor para el precio de este producto. Al final, aplicando el impuesto las cadenas de comida chatarra se quedarían solamente con los obesos. A menos que se ponga el impuesto demasiado alto, de tal manera que nadie vaya, lo que equivaldría a que el Estado prohiba el mercado de la comida chatarra en el país, lo cual no tendría sentido en una economía de libre mercado como la que se supone que pregonamos tener.

Por el otro lado tenemos el impuesto de reciprocidad, iniciativa de Javier Diez Canseco. Su proyecto de ley pretende replicar aquí lo que ya se hace en otros países como Argentina, Chile o Brasil, en el que se cobra un impuesto especial a los turistas provenientes de países que cobran "tasa por la solicitud y/o tramitación de visa de turismo y/o residencia temporal a ciudadanos peruanos para el ingreso a sus respectivos territorios". En el mundo de los ideales políticos puede que tenga sentido, pero cuando uno llega a la penúltima página del proyecto, en el que alega no generar ningún costo a la industria del turismo, queda claro que el congresista en cuestión no tiene ni idea del efecto del incremento del precio en la cantidad consumida de un producto. El turista que sale de Europa o de alguno de los países listados tiene varios destinos posibles. Cuando le incrementa el precio a la experiencia, definitivamente la cantidad de turistas que vendrán se va a reducir. Eso es economía básica. A menos, claro, que la elasticidad sea tal que no importe el precio que uno ponga. No obstante, eso implica un tipo específico de turista. Y la propuesta de PromPerú es, por el contrario, promover distintos tipos de turismo.

Por el otro lado, si uno revisa la información disponible en la Organización Mundial del Turismo, podrá ver que todos los países con los que nos compara el congresista Diez Canseco tienen un nivel superior de turismo que el Perú. Quizás cuando tengamos mayor masa de influjo de turistas, pueda tener sentido una propuesta como ésta. Pero por el momento no la tendría tanto. O por lo menos, que acepte que su propuesta tiene costos. Por lo menos.

Ni qué decir del aspecto moral de la medida: ¿Por qué sancionar a los que buenamente desean conocer nuestor país por una iniciativa incorrecta por parte de los políticos de sus países? Se deberían enfocar estos esfuerzos a que nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores se manifiesta con los representantes de esos países para hacerles llegar nuestra inconformidad y negociar algo.

jueves, 5 de enero de 2012

La Rajtokodo de la Konsumanto estas ruboj kaj gi damagi la ekonomion

Por: Alfredo Bullard
SEMANA ECONÓMICA
05-01-12


Es probable que la gran mayoría no haya entendido el título. La razón es muy sencilla. Están en un idioma del que varios habrán escuchado, pero que virtualmente nadie habla: están en esperanto.

El esperanto es quizás la más conocida de las llamadas lenguas planificadas. Fue creada entre 1877 y 1887 por L.L. Zamenhof, un polaco que se creía capaz de crear un idioma tan fácil de hablar y de aprender que lo usaría todo el mundo, que tendría uso universal y permitiría a todos los habitantes del orbe comunicarse con facilidad.

Desde el punto de vista teórico, Zamenhof hizo un excelente trabajo: el esperanto es 10 veces más fácil de aprender que el inglés, en especial como segundo idioma. Su regularidad y la ausencia de excepciones en su uso lo hace muy amigable, sencillo y predecible. Lo cierto es que si lo aprendiéramos todos, sería más fácil comunicarse.

Pero desde el punto de vista práctico fue un absoluto fracaso. Nadie lo habla ni tiene interés en aprenderlo. Los seres humanos no hablan un idioma por que sea fácil de aprender, sino por que les nace hacerlo de la interacción con otros individuos. El fracaso de Zamenhof y su esperanto se origina en no haber comprendido algo muy sencillo: el lenguaje es un orden espontáneo, no susceptible de planificación. No nace de arriba abajo, sino de abajo arriba. Las personas aprendemos a hablar un idioma interactuando y al interactuar vamos a la vez recreando el idioma. El español que hablamos es una creación colectiva no atribuible a nadie en particular, pero sí a todos en general, incluidas numerosas generaciones que nos antecedieron hablando español o las lenguas que le sirvieron de raíz.

Por supuesto que Zamenhof pudo seguir una vía distinta y convencer a los gobiernos que obligaran a sus ciudadanos a aprender y hablar esperanto. Con ello la lengua planificada hubierasido impuesta por un planificador. ¿Hubieran sido sus resultados más auspiciosos?

Lo dudo. El idioma no se puede imponer ni por las buenas ni por las malas. Intentos similares han fracasado simplemente porque es de la naturaleza de todo idioma ser producto de la interacción y no de la imposición. No se enseña a hablar por decreto.

De hecho los intentos de organizaciones como la Real Academia de la Lengua Española de restringir la evolución del lenguaje con reglas de “obligatorio” cumplimiento fracasa una tras otra, a tal nivel que hoy la Academia es más un mecanismo (innecesario por cierto) de reconocer la evolución espontánea antes que de reglar realmente como habla y escribe la gente. Las comunicaciones vía Internet o teléfonos celulares está cambiando radicalmente la forma como las personas escriben, muy a pesar de los ortodoxos de la Academia, simplemente porque la interacción empuja una evolución cada vez más ecelerada.

Como decía Hayek, los órdenes espontáneos tienen una ventaja inmensa sobre los órdenes planificados o constructivistas: reflejan mejor lo que la gente sabe, quiere y siente. No son meros caprichos. Resuelven el problema de contar la información necesaria para establecer las reglas adecuadas. Las reglas nacen de la interacción y evolucionan conforme la sociedad evoluciona. Son dinámicas y responden al carácter innovador y renovador de la vida en sociedad.

Hace unos días el diario El Comercio refería que el Código de Consumo “no había respondido a las expectativas” y sustentaba su conclusión en una encuesta tomada a la población. Al día siguiente de publicada esa información el mismo diario editorializaba sobre las razones de por qué esas expectativas no habían sido satisfechas, y se achacaba el hecho a problemas en las normas, falta de reglamentación y a la incapacidad del Indecopi de poner en práctica las reglas aprobadas.

El Comercio se equivoca de cabo a rabo. La razón por la que el código no funciona es la misma por la que fracasó el esperanto: no se entiende que el mercado -como el lenguaje- es un orden espontáneo en el que las regulaciones, y en especial las malas regulaciones, están condenadas al fracaso. El código trata de crear reglas para la interacción al margen de si reflejan o no lo que la gente quiere. Reglas creadas sin información respecto de lo que los seres humanos quieren y necesitan no augura nada bueno.

Quizás esté equivocado, pero me atrevo a sugerir que lo que los consumidores más desean es innovación y diversidad. Las personas queremos que las empresas y proveedores encuentren nuevas maneras, más efectivas y económicas, de satisfacer nuestras necesidades y que tengamos opciones diferentes en el mercado entre las cuales escoger. La clara inclinación por soluciones tecnológicas cada vez más sofisticadas y, a la vez baratas, parece un signo de los tiempos de Steve Jobs y Bill Gates. Lo mismo se puede decir en la creatividad que uno encuentra entre nuevos servicios y calidades. El código va precisamente en contra, pues al regular estándares y reglas obligatorias reduce los espacios para innovar. El problema es entonces que no se respetan las reglas, pero no porque los proveedores sean malos, sino porque no hay suficientes consumidores dispuestos a hacer que el código se cumpla, simplemente porque no es eso lo que les interesa.

Otra cosa que me atrevo a sugerir que los consumidores desean es pagar menos. Pero los estándares del código son una recatafila de sobrecostos impuestos sin preguntar a los consumidores si están dispuestos o deseosos de pagar por ellos. Y ante cumplir el código a mayor costo, la gente escoge que este no se cumpla.

Los Gutiérrez y Delgados que impulsaron el código cometen el mismo error que Zamenhof y de los socialistas: olvidar la existencia de órdenes espontáneos. Y es que, les guste o no, ese código es un esperpento socialista, pero bajo piel de cordero pro mercado. Sus impulsores creen que empujan el desarrollo de un mercado cuando en realidad lo destruyen, y al hacerlo conducen a una reducción sustancial del bienestar.

¿Por qué el Código de Consumo no ha satisfecho las expectativas? Por una razón muy sencilla: porque no puede hacerlo. Después de ofrecernos que nos llevaría a un mundo mejor, nos deja en un mundo en el que nadie estará satisfecho: no puede cumplirse porque crea una relación “contra natura” entre proveedores y consumidores.

Por eso los comentarios que se pusieron a mi post anterior (Querido Papá Noel, publicado el 23 de diciembre del 2011) que preguntaban por qué proponía derogar ese esperpento llamado Código de Consumo encuentran aquí su respuesta. Los mercados no se corrigen ni funcionan mejor con libros de reclamos o prohibiendo los transgénicos o limitando el derecho a renunciar al prepago de un crédito. Los mercados funcionan mejor dejando que -como en el lenguaje- los consumidores se expresen mejor. A fin de cuentas los mercados son como los idiomas: son formas de comunicar expectativas llevándolas al encuentro de aquellas capacidades de otros que puedan satisfacerlas.

Lo dicho no quiere decir, sin embargo, que el código sea irrelevante y que no cause daño. Es todo lo contrario. Los órdenes espontáneos se desarrollan mejor y generan más bienestar dentro de marcos institucionales que promueven la interacción libre, dejan espacio a la innovación y permiten que cada persona encuentre su camino.

Cuando la interacción humana se encuentra con regulaciones ridículas y absurdas como las que plagan el articulado del código que pretenden ser impuestas por la autoridad, se limita y relativiza la capacidad de los órdenes espontáneos para avanzar en la generación de bienestar. Se elevan innecesariamente los costos de transacción y convierte la satisfacción legítima de intereses individuales de consumidores y proveedores en infracción, ilegalidad e informalidad. Así como prohibir hablar español convertirá en clandestino un idioma, sancionar la innovación y la reducción de costos convierte en ilegal y penado lo que deberíamos aplaudir.

Aquí planteo una apuesta: año tras año, década tras década, todas las encuestas que se hagan arrojaran el mismo resultado: el bendito código no satisface las expectativas de la gente. Pero eso no es su culpa. Es consecuencia de que el mercado es un orden espontáneo y culpa de la ingenua malicia de sus creadores.

PD. Para los que tengan curiosidad sobre qué significa el título: El Código de Consumo es un adefesio y daña a la economía.

* Abogado de Bullard, Falla & Ezcurra