jueves, 28 de agosto de 2014

Una revolución silenciosa, por Franco Giuffra

Tenemos una oportunidad dorada para crear el ‘momentum’ de una segunda ola privatizadora de gran impacto.


Por: Franco Giuffra (Empresario)
EL COMERCIO
28-08-14

Una nueva oleada de privatizaciones se está gestando en el país y trae consigo fundados motivos para ser optimistas. Esta vez no se trata de la transferencia de empresas y activos, como ocurrió en la década de 1990, sino en la concesión de obras diversas de infraestructura y la provisión de servicios que se están poniendo en manos privadas. Es una magnífica noticia, porque el Estado en el Perú funciona pésimo y, aunque tiene los recursos, no puede ejecutarlos porque carece de gestión adecuada.

Vale la pena seguir de cerca lo que se está logrando a través de los mecanismos de asociaciones público-privadas (APP) y obras por impuestos (OxI), porque ello puede abrir un camino incluso más ambicioso que el obtenido con la venta de empresas estatales.

Ha sido un acierto de este gobierno, en ese sentido, perfeccionar el marco regulatorio para que los privados puedan participar en la creación, construcción, mejoramiento, operación y mantenimiento de infraestructura y servicios que de otro modo tendría que ejecutar el Estado, tarde, mal y nunca.

Ya conocíamos las experiencias de concesión de grandes proyectos de carreteras, líneas de transmisión e infraestructura de telecomunicaciones. Pero lo que se puede venir es aun más alentador. Hoy contamos con una legislación que permite a las empresas privadas construir y mantener hospitales; edificar escuelas; manejar penales; ofrecer servicios médicos y muchas cosas más. Es decir, proyectos que toquen directamente a los ciudadanos en sus necesidades cotidianas. Y no solo para que sean ejecutados por las grandes corporaciones constructoras, sino por empresas de mucho menor tamaño.

En OxI, se han acumulado ya cerca de 1.300 millones de soles en obras pequeñas y medianas de saneamiento, construcción de pistas, veredas y edificación de escuelas. Hay proyectos de decenas de millones, pero también empresas que han ejecutado complejos deportivos por menos de US$250 mil.

Empresas que antes actuaban solas ahora están formando consorcios y el ‘ticket’ de las obras crece en dimensión y complejidad. No es improbable que se logren armar “fondos de inversión” privados que reúnan los aportes de muchas empresas y deleguen en un tercero la administración y seguimiento de los proyectos.

Fuera del ámbito municipal y regional, las APP crecen en ambición y alcance, incluyendo la edificación y operación de puertos y aeropuertos, y la construcción de grandes carreteras. Pero no solo hay avances en obras de gran cemento, sino en cosas como la administración de servicios generales y el mantenimiento del nuevo Hospital del Niño, incluyendo la provisión de análisis de patología.

Se anuncian ahora proyectos para construir hospitales; edificar colegios y muchas otras iniciativas, una vez más, cercanas al ciudadano habitualmente desatendido por el Estado. Por este medio, se pueden hacer quirófanos, centros de diagnóstico por imágenes, redes de bibliotecas escolares, comisarías, administrar flotas de patrulleros. Es decir, de todo.

Habrá que apuntalar a Pro Inversión y darle los recursos para administrar estos procesos; habrá que capacitar a las entidades públicas para que conozcan estos trámites y armen sus expedientes; y habrá que reforzar los organismos de control para que se especialicen en monitorear estos contratos. Pero incluso todo esto se puede hacer involucrando a los privados.

Tenemos en ciernes, me parece, una oportunidad dorada para crear el ‘momentum’ de una segunda ola privatizadora de gran impacto social. Muchísimo más potente que los programas asistencialistas para ayudar a nuestros compatriotas de menores ingresos a tener una vida mejor.

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viernes, 1 de agosto de 2014

El país aerostático

A la cumbre del cielo que llamamos desarrollo se llega con educación orientada a la innovación e instituciones consolidadas

Por: Gustavo Rodríguez
EL COMERCIO
01-08-14

Cada vez se publican con mayor insistencia reportes sobre una probable desaceleración económica en nuestro país. Tras ellos se adivinan ceños fruncidos, muy alejados de las sonrisas triunfales que alguna vez tuvieron la osadía de proclamar al Perú como un posible tigre sudamericano.

Es bueno concordar en que este freno tiene un contexto internacional que lo explica en parte. Pero también es bueno recordar ­–y varios lo dijeron en su momento– que ponerse triunfalistas solo con el crecimiento económico era una enorme irresponsabilidad.

El Perú empezó a tener hace más de una década un crecimiento económico sin precedentes y una imagen para ilustrarlo podría ser la de un horizonte con globos aerostáticos. Cada globo era un país. Y el Perú estaba al ras del piso: sobre nosotros se elevaban la mayoría de países del mundo luciendo sus colores a mayor o menor altitud entre ellos. Era previsible estar por los suelos: nuestra canasta iba llena de los lastres provocados por los experimentos económicos de distintos gobiernos, el terrorismo que nos desangró y las interrupciones democráticas.

¿Y qué ocurre cuando un globo aerostático se ve libre de sus lastres? Pues empieza a subir. La sensación es de vértigo, se siente el nudo de la emoción en el estómago y nos creemos imparables. Se asciende rápido, por supuesto, porque antes se estuvo detenido y en el trayecto vertical vemos que nos acercamos como bólidos a nuestros vecinos, que nos miran expectantes desde sus posiciones.

Cada vez que he criticado a los que confunden crecimiento con desarrollo lo he hecho cuidándome de no parecer aguafiestas. Por supuesto que hay mérito en crecer económicamente, en tener por fin una clase media, en disminuir los índices de pobreza y en aminorar parcialmente la brecha en infraestructura.

Pero todo aquello que se hizo y falta por hacer en lo económico solo basta para poner a nuestro globo a cierta altura y no en la estratósfera, como pensaban ciertos ingenuos durante la subida vertiginosa. A la cumbre del cielo que llamamos desarrollo se llega, justamente, con dos cosas que a nuestros gobernantes menos ha parecido importarles: con educación orientada a la innovación y con instituciones consolidadas.

La educación es un componente de ascenso que es fácil de explicar. La señora que se mata para que su hijo acceda a la formación que ella no tuvo lo comprende mejor que nadie y la proliferación de colegios y universidades ripiosas a raíz de esta demanda es uno de los ejemplos de cómo se ha manejado la educación en el país estrella de América Latina.

Pero la institucionalidad no está en el top ten de la cabeza de los peruanos y eso hace –o hacía– más imperiosa la necesidad de ser guiados por verdaderos estadistas. ¿Cómo sacar adelante una reforma del transporte si los propios usuarios han sido anestesiados por décadas de salvajismo individualista? ¿Cómo pretender más seguridad si andamos en busca de un mesías de mano dura y no de una policía realmente corpórea y bien adoctrinada? ¿Cómo no vamos a tener delincuentes saqueando nuestros impuestos si los partidos son clubes de enriquecimiento en lugar de ser intermediarios entre la gente y el estado? ¿Cómo ir a un mundial de fútbol con las federaciones alejadas del bien común?

El lastre ya se agotó, compatriotas, y subir ahora será más difícil. Nos toca meterle músculo al fuelle ahora o nunca: con innovación y con gente que forme instituciones.