La ampliación de las licencias para trabajos independientes ha generado en La Habana una explosión de la inventiva ciudadana. El sistema que asfixió tanto tiempo a los cubanos parece haber claudicado de manera irreversible
Por: Yoani Sánchez Desde Cuba
Domingo 23 de Enero del 2011
Tímidos toldos de colores brotan de la nada, se estrenan sombrillas bajo las cuales abundan los batidos de frutas y los chicharrones de cerdo, los portales de algunas viviendas se convierten en improvisadas cafeterías con llamativas ofertas. Todo eso y más crece por estos días en las calles de La Habana a raíz de las nuevas flexibilizaciones para el trabajo por cuenta propia.
INICIATIVA PRIVADA
Algunos de mis vecinos hacen proyectos para abrir un taller de reparación de zapatos o un local donde componer refrigeradores, mientras avenidas y plazas cambian con el empuje de la iniciativa privada. No faltan los que esperan cautelosos, hasta comprobar si esta vez las reformas en el plano económico son definitivas y no van a retroceder, como ocurrió en los noventa.
EMPRENDEDORES
Si dependiera de la voluntad política de nuestros gobernantes, no viviríamos este despertar de la inventiva ciudadana. Basta recordar la Ofensiva Revolucionaria de 1968, durante la cual se les expropió hasta el cajón con betunes y cepillos a los limpiabotas. La crisis de liquidez y productividad que vive hoy el país obliga a las autoridades a tomar medidas de emergencia, entre ellas la amplitud hasta 178 del número de licencias para labores independientes.
“EL MALECONAZO”
Ya habíamos experimentado un renacer similar tras la explosión social de agosto de 1994, conocida como “el maleconazo”. Tras aquella jornada –en que la inconformidad y la frustración hicieron que miles de habaneros salieran hacia la avenida del litoral con palos y piedras– algo cambió en nuestras vidas. El disturbio fue rápidamente controlado por las tropas de choque, pero la derrota no recayó en los grupos desorganizados y desesperados que rompieron vidrieras: el gran perdedor de esa revuelta fue el Gobierno Cubano.
LAS PRIMERAS EMPRESAS
Aquella presión popular llevó a Fidel Castro a autorizar algo que detestaba más que a sus vecinos del norte: el crecimiento y consolidación de la pequeña empresa privada. A regañadientes nos permitió alquilar habitaciones de nuestras casas al turismo, sacar licencias para conducir taxis particulares, crear restaurantes en el interior de las viviendas y hacer de payasos en las fiestas infantiles. En muy poco tiempo la faz de las ciudades y los pueblos empezó a cambiar. El soplo fresco del empuje individual barría con años de monopolio estatal.
CONSUMIDORES POR LA LIBERTAD
Los helados de aquellos improvisados comerciantes eran más sabrosos que los de la fábrica La Lechera, el sándwich de jamón y queso vendido desde la ventana de un apartamento no estaba adulterado, como el de los centros estatales, y muchos extranjeros preferían el calor y la amabilidad de una familia a las estructuras de aluminio y cristal de los hoteles oficiales. Los nuevos empresarios particulares nos permitieron comprobar cómo el centralismo había bajado la calidad en los servicios. Pusieron en jaque la enorme e ineficiente infraestructura del Ministerio de Comercio Interior y, a pesar de los altos impuestos, las constantes inspecciones y algunas prohibiciones absurdas para vender ciertos productos, muchos negocios sobrevivieron y crecieron. Para lograrlo tenían que hacer mil trucos, pero contaban con la complicidad de los consumidores que –sin ponernos de acuerdo– blandíamos la premisa de “pagarle el servicio a un cuentapropista, antes que darle el dinero al Estado”.
PETRODÓLARES CHAVISTAS
Después llegó un nuevo apoyo financiero desde el extranjero. Esta vez no provenía del Kremlin sino del gobierno de Caracas, de Hugo Chávez. El abrazo con olor a petróleo insufló nuevas fuerzas al deteriorado aparato gubernamental y prolongó la vida de un sistema agonizante. Con un pilar económico de tal magnitud, el Estado Cubano perdió interés en los empresarios locales que pagaban impuestos y que ganaban autonomía monetaria e ideológica. Se congelaron las nuevas licencias, aumentando los gravámenes y creando mayores y más desatinadas restricciones. Cientos de restaurantes cerraron, muchas cafeterías quebraron y solo los más sólidos pudieron subsistir. El trabajo por cuenta propia ya era un raro espécimen en una sociedad que regresaba a la estatización.
LA REALIDAD SE IMPONE
Como ya había ocurrido con el subsidio soviético, nuestros gobernantes dilapidaron buena parte de los recursos venezolanos en campañas y eventos políticos. Apuntalaron con esos petrodólares la ya fatigada fidelidad ideológica, mientras la industria azucarera caía en su peor momento desde principios del siglo pasado, la minería enfrentaba los bajos precios del mercado mundial y los servicios se ahogaban en el desvío de recursos y la falta de calidad. Cuando vinieron a sacar cuentas, las deudas con otros países eran enormes y los números rojos de nuestras finanzas presagiaban el colapso del sistema. Fue hora de volver a pensar en los olvidados empresarios nacionales, que ya habían evitado el naufragio de la isla.
EL MILAGRO DEL MERCADO
Raúl Castro anunció la ampliación del número de licencias por cuenta propia, mencionó por primera vez la palabra “irreversible” para estas reformas y confesó que el falso igualitarismo nos había llevado hasta aquí. La camisa de fuerza que atenazaba la iniciativa parecía aflojarse. Los resultados son evidentes. En apenas unos meses hemos recuperado sabores perdidos, recetas añoradas, comodidades escondidas; más de 70 mil cubanos han sacado nuevas licencias de trabajo independiente. A pesar de la cautela de muchos, de los impuestos todavía excesivos y de la ausencia de un mercado mayorista, los pequeños comerciantes comienzan a levantar cabeza. Se los ve montar sus timbiriches, colocar vistosos carteles anunciando las mercancías, redistribuir sus viviendas para crear una cafetería o un taller. La mayoría tiene la convicción de que esta vez han llegado para quedarse, porque el sistema que tanto los asfixió ha perdido la capacidad de competir con ellos.
Fuente: EL COMERCIO
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