Por: Yoani Sánchez*
EL COMERCIO
Domingo 6 de Marzo del 2011
Yaneisy es una de esas jóvenes que debió ser “el hombre nuevo”, más exactamente “la mujer nueva”. Aquella que habitaría una sociedad de igualdad y oportunidades para todos y todas. El futuro, sin embargo, terminó por desteñirse antes de llegar.
Yaneisy estaba en el vientre de su madre cuando se pretendió eliminar de la sociedad cubana todos los vestigios de machismo y discriminación racial. Ambos propósitos fallaron, y el de convertir a la mujer en una ciudadana de plenos derechos se quedó en el papel. Ninguna cláusula de la Constitución, ni una línea de los reglamentos laborales promueve o acepta la subvaloración de las féminas, pero la realidad es muy distinta.
En los años sesenta iban vestidas de milicianas, en los surcos de trabajo voluntario o rechazando el delantal para cumplir la misión que su revolución les encomendaba. Aquella zafra para cosechar diez millones de toneladas de azúcar las encontró con el machete en la mano. Salían en las portadas de las revistas, sonrientes y confiadas en un futuro diferente al que sus madres les habían mostrado, en fotos de una década anterior. Pero el fracaso de la gran cosecha azucarera llevó a los soviéticos a convertirse, para la isla, en el marido que pone el dinero y dicta las reglas. Mucho ya había cambiado en la vida de las mujeres: no llevaban los apellidos de los maridos, accedían al aborto como quien se extrae una muela y el divorcio perdió todas sus connotaciones negativas. Las grandes movilizaciones agrícolas y militares les propiciaron relaciones sexuales diversas y la virginidad fue estigma y ya no virtud.
Eufóricas por tantas transformaciones en tan corto tiempo, no se percataron de que cada nueva cuota de supuesta libertad significaba la pérdida de algún derecho.
Se empezaron a graduar en las universidades, pero les prohibieron fundar grupos para exigir más autonomía. Podían comprar un condón sin abochornarse, pero nunca más pudieron manifestarse en las calles por los derechos que les faltaban. Dejaron de ser las hembras serviles del hombre que tenían al lado para convertirse en las domésticas del gran señor Estado.
Llegaron entonces los ochenta con su ilusión de prosperidad, apoyada desde el Kremlin. Con apenas 14 años se ingresaba a la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), que no representaba a las mujeres frente al poder, sino que les acercaba las orientaciones acordadas en las masculinas oficinas del gobierno. Las sonrisas de felicidad se seguían viendo en los periódicos, pero el maquillaje de la utopía había comenzado a diluirse por el cansancio. Las obligaciones domésticas les recordaban que las transformaciones no eran tan profundas ni la emancipación llegaba tan lejos como habían creído.
La caída del Muro de Berlín llevó a que muchas dejaran sus trabajos, volvieran a ser amas de casa y debieran recordar los trucos de las abuelas para remendar la ropa, que ya no tenía precios subsidiados. Asumieron la docilidad de la dependencia económica. Poner un plato de comida diariamente sobre la mesa se convirtió en un acto de magia. Repetidas veces no lograron completar el acto ilusionista de alimentar a la familia, pues la pérdida del “comercio justo” con los países de Europa del Este dejó a Cuba como una divorciada, sin derecho a ningún patrimonio. La prostitución regresó sin el repudio social. Volvió bajo la mirada cómplice de padres y maridos que vieron los cuerpos femeninos transformarse en un ventilador o un nuevo colchón para la vieja cama. Antes de eso no había tenido sentido intercambiar sexo por objetos o servicios, pues –con excepción del periódico y el ómnibus– todas las otras cosas estaban racionadas en el mercado. Con la implementación de la dualidad monetaria y las tiendas en dólares, los turistas encontraron bellas cubanas dispuestas a alcanzar sus sueños materiales con el sudor de su pubis.
Mirado desde una esquina de cualquier ciudad, hoy se comprueba que la mayoría de los conductores de autos son hombres, los niños van a la escuela de la mano de sus madres y las bolsas para buscar comida cuelgan –en un porcentaje muy elevado– de los hombros de las mujeres. De la búsqueda de la emancipación, les quedó solo una jornada laboral duplicada y el temor de la ausencia de valores morales en los que crecerán sus hijos.
El Parlamento intentó poner cuotas destinadas a las mujeres, pero el verdadero poder cubano sigue teniendo pelos en el pecho.
Muchas jóvenes como Yaneisy no quieren verse en el espejo de sus madres que pasados los 30 años perdieron los sueños y los proyectos propios. Son una nueva generación, más preocupada por su estética: van al gimnasio y hacen dietas. Controlan mejor su fertilidad, porque muchas ven el nacimiento de un bebe como el paso irreversible que les impedirá emigrar de este país que no sienten como suyo.
El marido dominante llamado Estado se ha tornado decrépito y celoso: no quiere alimentar sus deseos de independencia, porque las necesita junto a la cocina. Ellas son el último eslabón de una infraestructura económica en bancarrota y las que deben hacer todo lo posible para alimentar a sus familias.
“Emanciparse” hoy es sinónimo de fracaso conocido, de ilusión postergada. Esa palabra ya no se usa.
(*) Periodista y bloguera cubana
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario