La ampliación de las licencias para trabajos independientes ha generado en La Habana una explosión de la inventiva ciudadana. El sistema que asfixió tanto tiempo a los cubanos parece haber claudicado de manera irreversible
Por: Yoani Sánchez Desde Cuba
Domingo 23 de Enero del 2011
Tímidos toldos de colores brotan de la nada, se estrenan sombrillas bajo las cuales abundan los batidos de frutas y los chicharrones de cerdo, los portales de algunas viviendas se convierten en improvisadas cafeterías con llamativas ofertas. Todo eso y más crece por estos días en las calles de La Habana a raíz de las nuevas flexibilizaciones para el trabajo por cuenta propia.
INICIATIVA PRIVADA
Algunos de mis vecinos hacen proyectos para abrir un taller de reparación de zapatos o un local donde componer refrigeradores, mientras avenidas y plazas cambian con el empuje de la iniciativa privada. No faltan los que esperan cautelosos, hasta comprobar si esta vez las reformas en el plano económico son definitivas y no van a retroceder, como ocurrió en los noventa.
EMPRENDEDORES
Si dependiera de la voluntad política de nuestros gobernantes, no viviríamos este despertar de la inventiva ciudadana. Basta recordar la Ofensiva Revolucionaria de 1968, durante la cual se les expropió hasta el cajón con betunes y cepillos a los limpiabotas. La crisis de liquidez y productividad que vive hoy el país obliga a las autoridades a tomar medidas de emergencia, entre ellas la amplitud hasta 178 del número de licencias para labores independientes.
“EL MALECONAZO”
Ya habíamos experimentado un renacer similar tras la explosión social de agosto de 1994, conocida como “el maleconazo”. Tras aquella jornada –en que la inconformidad y la frustración hicieron que miles de habaneros salieran hacia la avenida del litoral con palos y piedras– algo cambió en nuestras vidas. El disturbio fue rápidamente controlado por las tropas de choque, pero la derrota no recayó en los grupos desorganizados y desesperados que rompieron vidrieras: el gran perdedor de esa revuelta fue el Gobierno Cubano.
LAS PRIMERAS EMPRESAS
Aquella presión popular llevó a Fidel Castro a autorizar algo que detestaba más que a sus vecinos del norte: el crecimiento y consolidación de la pequeña empresa privada. A regañadientes nos permitió alquilar habitaciones de nuestras casas al turismo, sacar licencias para conducir taxis particulares, crear restaurantes en el interior de las viviendas y hacer de payasos en las fiestas infantiles. En muy poco tiempo la faz de las ciudades y los pueblos empezó a cambiar. El soplo fresco del empuje individual barría con años de monopolio estatal.
CONSUMIDORES POR LA LIBERTAD
Los helados de aquellos improvisados comerciantes eran más sabrosos que los de la fábrica La Lechera, el sándwich de jamón y queso vendido desde la ventana de un apartamento no estaba adulterado, como el de los centros estatales, y muchos extranjeros preferían el calor y la amabilidad de una familia a las estructuras de aluminio y cristal de los hoteles oficiales. Los nuevos empresarios particulares nos permitieron comprobar cómo el centralismo había bajado la calidad en los servicios. Pusieron en jaque la enorme e ineficiente infraestructura del Ministerio de Comercio Interior y, a pesar de los altos impuestos, las constantes inspecciones y algunas prohibiciones absurdas para vender ciertos productos, muchos negocios sobrevivieron y crecieron. Para lograrlo tenían que hacer mil trucos, pero contaban con la complicidad de los consumidores que –sin ponernos de acuerdo– blandíamos la premisa de “pagarle el servicio a un cuentapropista, antes que darle el dinero al Estado”.
PETRODÓLARES CHAVISTAS
Después llegó un nuevo apoyo financiero desde el extranjero. Esta vez no provenía del Kremlin sino del gobierno de Caracas, de Hugo Chávez. El abrazo con olor a petróleo insufló nuevas fuerzas al deteriorado aparato gubernamental y prolongó la vida de un sistema agonizante. Con un pilar económico de tal magnitud, el Estado Cubano perdió interés en los empresarios locales que pagaban impuestos y que ganaban autonomía monetaria e ideológica. Se congelaron las nuevas licencias, aumentando los gravámenes y creando mayores y más desatinadas restricciones. Cientos de restaurantes cerraron, muchas cafeterías quebraron y solo los más sólidos pudieron subsistir. El trabajo por cuenta propia ya era un raro espécimen en una sociedad que regresaba a la estatización.
LA REALIDAD SE IMPONE
Como ya había ocurrido con el subsidio soviético, nuestros gobernantes dilapidaron buena parte de los recursos venezolanos en campañas y eventos políticos. Apuntalaron con esos petrodólares la ya fatigada fidelidad ideológica, mientras la industria azucarera caía en su peor momento desde principios del siglo pasado, la minería enfrentaba los bajos precios del mercado mundial y los servicios se ahogaban en el desvío de recursos y la falta de calidad. Cuando vinieron a sacar cuentas, las deudas con otros países eran enormes y los números rojos de nuestras finanzas presagiaban el colapso del sistema. Fue hora de volver a pensar en los olvidados empresarios nacionales, que ya habían evitado el naufragio de la isla.
EL MILAGRO DEL MERCADO
Raúl Castro anunció la ampliación del número de licencias por cuenta propia, mencionó por primera vez la palabra “irreversible” para estas reformas y confesó que el falso igualitarismo nos había llevado hasta aquí. La camisa de fuerza que atenazaba la iniciativa parecía aflojarse. Los resultados son evidentes. En apenas unos meses hemos recuperado sabores perdidos, recetas añoradas, comodidades escondidas; más de 70 mil cubanos han sacado nuevas licencias de trabajo independiente. A pesar de la cautela de muchos, de los impuestos todavía excesivos y de la ausencia de un mercado mayorista, los pequeños comerciantes comienzan a levantar cabeza. Se los ve montar sus timbiriches, colocar vistosos carteles anunciando las mercancías, redistribuir sus viviendas para crear una cafetería o un taller. La mayoría tiene la convicción de que esta vez han llegado para quedarse, porque el sistema que tanto los asfixió ha perdido la capacidad de competir con ellos.
Fuente: EL COMERCIO
domingo, 23 de enero de 2011
sábado, 15 de enero de 2011
La Subversión del Sueño Americano
Por: Augusto Townsend Klinge*
EL COMERCIO
15-01-11
Un 60% de los estadounidenses está convencido de que su país está en decadencia, según una encuesta comentada por el politólogo de Harvard Joseph S. Nye en la más reciente edición de “Foreign Policy”, que se titula justamente “Decadencia americana: esta vez es real”.
Algunas páginas más adelante, el profesor de política internacional de la Universidad de Tufts Daniel W. Drezner alude a otra encuesta según la cual un 44% de la población de EE.UU. cree que China es “la potencia económica líder del mundo”, frente a un 27% que mencionó a su propio país.
¿Hemos llegado finalmente al mundo post-EE.UU. del cual suele hablar el editor de “Newsweek International”, Fareed Zakaria? La fotografía del momento descarta tal hipótesis. Es verdad, China destronó el año pasado a Japón como la segunda economía global, pero su PBI (US$5 billones) todavía está muy lejos del PBI estadounidense (US$14 billones), y la diferencia es más evidente aun si se compara per cápita. Sin embargo, en las tierras del Tío Sam atemorizan presagios –probablemente exagerados– como el del Nobel de Economía 1993, Robert Fogel, quien prevé un PBI chino de hasta US$123 billones en el 2040.
Pero mal harían los estadounidenses en pensar que la principal amenaza a su hegemonía global viene de afuera. Según George Friedman, el fundador de la consultora privada de inteligencia Stratfor, el verdadero reinado unipolar de EE.UU. no se consolidó sino hasta la caída del Muro de Berlín, recién en las postrimerías del siglo pasado. En los años subsiguientes, China siguió creciendo a un ritmo espectacular, pero EE.UU. fue indulgente con su propio mercado, al cual por momentos creyó autárquico, y, con la autosuficiencia típica de quien se siente omnipotente, dio rienda suelta a una serie de inconductas que finalmente desembocaron en la actual crisis económica. Es decir, el aguafiestas fue educado (o engreído) en casa.
LA ERA DEL DESPILFARRO
“Los estadounidenses deben culparse a sí mismos por el estado de su economía. Consumieron montones de cosas que no querían o no podían pagar. El capital barato proveniente de fuera y las hipotecas fáciles impulsaron hábitos de consumo voraces […] Si algo socava el futuro económico de EE.UU., es la creencia de que sus residentes tienen derecho a más de lo que pueden pagar”, sentenció “The Economist” en noviembre pasado.
EE.UU. se ha convertido en un “bufet gigante de barra libre” que ofrece “calorías, crédito, sexo, intoxicantes” y otras invitaciones al exceso, explica el columnista conservador de “The Washington Post” George Will, parafraseando lo dicho por Daniel Akst en su libro “We Have Met de Enemy: Self-Control in an Age of Excess”. Como nunca, el nivel de promiscuidad en el consumo es tal, dice Akst, que “estamos perdiendo la guerra contra nosotros mismos” y consintiendo comportamientos que terminan autoinflingiendo daños no solo a la salud personal de los estadounidenses, sino también a la salud financiera del país, como ha hecho patente la actual crisis.
Will agrega que este estilo de vida tiene un efecto parecido al del alcohol: desinhibe. Los hippies en los sesenta equipararon la moderación con la represión y luego la inflación en los setenta motivó la postergación de la gratificación económica. Pero hoy el capitalismo tiene un desorden bipolar, a decir de Will, pues demanda trabajadores disciplinados y, a la vez, compradores compulsivos.
Y este desbande, por cierto, se ha trasladado a la situación macroeconómica del país. Después de estar tanto tiempo mirándose a sí mismo, EE.UU. ha perdido el norte y ha visto caer su competitividad en un contexto en que la globalización le exige estar en su mejor forma. Así, la Oficina de Presupuesto del Congreso calcula que en diez años el déficit federal alcanzará el 90% del PBI. Según explican el ex secretario del Tesoro Robert C. Altman y el presidente del Consejo sobre Relaciones Exteriores, Richard Haass, en un reciente artículo en “Foreign Affairs”, EE.UU. nunca ha estado tan endeudado como ahora, excepto por la Segunda Guerra Mundial.
El resultado de ello, señalan, será “una era de austeridad que tendrá profundas consecuencias no solo en los estándares de vida en EE.UU. sino en su política internacional”. Aquí conviene aclarar que esto no es fundamentalmente una consecuencia de las “guerras preventivas” en las que se ha enfrascado EE.UU., que justifican solo entre 10% y 15% de su déficit anual, sino del “despilfarro en casa que amenaza el poder y la seguridad estadounidenses”.
PARA NUNCA OLVIDAR
El denominado sueño americano, que forma parte del ethos estadounidense y que es tan admirado en otros rincones del planeta (incluido este columnista), define a la libertad como una promesa de alcanzar la prosperidad y el éxito a partir del esfuerzo personal y la igualdad de oportunidades.
Pues bien, EE.UU. nunca ha sido un país tan desigual como hoy y la libertad nunca se ha parecido tanto al libertinaje. En algún punto de su historia, los estadounidenses se volvieron infieles a sus principios y olvidaron que la libertad juega en pared con la responsabilidad. Es momento de que vuelvan a leer a Ayn Rand y recuerden lo que les costó llegar a donde están. Solo así mantendrán no solo el poderío económico sino la autoridad moral de la que se jactan.
* Periodista, Editor del Departamento de Economía & Negocios
EL COMERCIO
15-01-11
Un 60% de los estadounidenses está convencido de que su país está en decadencia, según una encuesta comentada por el politólogo de Harvard Joseph S. Nye en la más reciente edición de “Foreign Policy”, que se titula justamente “Decadencia americana: esta vez es real”.
Algunas páginas más adelante, el profesor de política internacional de la Universidad de Tufts Daniel W. Drezner alude a otra encuesta según la cual un 44% de la población de EE.UU. cree que China es “la potencia económica líder del mundo”, frente a un 27% que mencionó a su propio país.
¿Hemos llegado finalmente al mundo post-EE.UU. del cual suele hablar el editor de “Newsweek International”, Fareed Zakaria? La fotografía del momento descarta tal hipótesis. Es verdad, China destronó el año pasado a Japón como la segunda economía global, pero su PBI (US$5 billones) todavía está muy lejos del PBI estadounidense (US$14 billones), y la diferencia es más evidente aun si se compara per cápita. Sin embargo, en las tierras del Tío Sam atemorizan presagios –probablemente exagerados– como el del Nobel de Economía 1993, Robert Fogel, quien prevé un PBI chino de hasta US$123 billones en el 2040.
Pero mal harían los estadounidenses en pensar que la principal amenaza a su hegemonía global viene de afuera. Según George Friedman, el fundador de la consultora privada de inteligencia Stratfor, el verdadero reinado unipolar de EE.UU. no se consolidó sino hasta la caída del Muro de Berlín, recién en las postrimerías del siglo pasado. En los años subsiguientes, China siguió creciendo a un ritmo espectacular, pero EE.UU. fue indulgente con su propio mercado, al cual por momentos creyó autárquico, y, con la autosuficiencia típica de quien se siente omnipotente, dio rienda suelta a una serie de inconductas que finalmente desembocaron en la actual crisis económica. Es decir, el aguafiestas fue educado (o engreído) en casa.
LA ERA DEL DESPILFARRO
“Los estadounidenses deben culparse a sí mismos por el estado de su economía. Consumieron montones de cosas que no querían o no podían pagar. El capital barato proveniente de fuera y las hipotecas fáciles impulsaron hábitos de consumo voraces […] Si algo socava el futuro económico de EE.UU., es la creencia de que sus residentes tienen derecho a más de lo que pueden pagar”, sentenció “The Economist” en noviembre pasado.
EE.UU. se ha convertido en un “bufet gigante de barra libre” que ofrece “calorías, crédito, sexo, intoxicantes” y otras invitaciones al exceso, explica el columnista conservador de “The Washington Post” George Will, parafraseando lo dicho por Daniel Akst en su libro “We Have Met de Enemy: Self-Control in an Age of Excess”. Como nunca, el nivel de promiscuidad en el consumo es tal, dice Akst, que “estamos perdiendo la guerra contra nosotros mismos” y consintiendo comportamientos que terminan autoinflingiendo daños no solo a la salud personal de los estadounidenses, sino también a la salud financiera del país, como ha hecho patente la actual crisis.
Will agrega que este estilo de vida tiene un efecto parecido al del alcohol: desinhibe. Los hippies en los sesenta equipararon la moderación con la represión y luego la inflación en los setenta motivó la postergación de la gratificación económica. Pero hoy el capitalismo tiene un desorden bipolar, a decir de Will, pues demanda trabajadores disciplinados y, a la vez, compradores compulsivos.
Y este desbande, por cierto, se ha trasladado a la situación macroeconómica del país. Después de estar tanto tiempo mirándose a sí mismo, EE.UU. ha perdido el norte y ha visto caer su competitividad en un contexto en que la globalización le exige estar en su mejor forma. Así, la Oficina de Presupuesto del Congreso calcula que en diez años el déficit federal alcanzará el 90% del PBI. Según explican el ex secretario del Tesoro Robert C. Altman y el presidente del Consejo sobre Relaciones Exteriores, Richard Haass, en un reciente artículo en “Foreign Affairs”, EE.UU. nunca ha estado tan endeudado como ahora, excepto por la Segunda Guerra Mundial.
El resultado de ello, señalan, será “una era de austeridad que tendrá profundas consecuencias no solo en los estándares de vida en EE.UU. sino en su política internacional”. Aquí conviene aclarar que esto no es fundamentalmente una consecuencia de las “guerras preventivas” en las que se ha enfrascado EE.UU., que justifican solo entre 10% y 15% de su déficit anual, sino del “despilfarro en casa que amenaza el poder y la seguridad estadounidenses”.
PARA NUNCA OLVIDAR
El denominado sueño americano, que forma parte del ethos estadounidense y que es tan admirado en otros rincones del planeta (incluido este columnista), define a la libertad como una promesa de alcanzar la prosperidad y el éxito a partir del esfuerzo personal y la igualdad de oportunidades.
Pues bien, EE.UU. nunca ha sido un país tan desigual como hoy y la libertad nunca se ha parecido tanto al libertinaje. En algún punto de su historia, los estadounidenses se volvieron infieles a sus principios y olvidaron que la libertad juega en pared con la responsabilidad. Es momento de que vuelvan a leer a Ayn Rand y recuerden lo que les costó llegar a donde están. Solo así mantendrán no solo el poderío económico sino la autoridad moral de la que se jactan.
* Periodista, Editor del Departamento de Economía & Negocios
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jueves, 13 de enero de 2011
Humala, PPK y la Minería
Por: Waldo Mendoza Bellido*
EL COMERCIO
13-01-11
Una de las pocas propuestas atendibles de Humala es el del tratamiento tributario que debe darse a la minería. Su propuesta ha tenido tanta pegada que hasta PPK se la ha comprado, matizándola. Más candidatos prometerán cobrar más a las mineras, aunque algunos, como García en el 2006, lo harán solo para la foto.
Hay razones que justifican el tratamiento discriminatorio a la minería.
Primero, porque el mineral es un recurso no renovable. Solow y Stiglitz plantearon en 1974 que la explotación de minerales reduce el stock de capital natural de la economía. En 1977, Hartwick, en la regla que lleva su nombre, propuso que el Estado tome parte o la totalidad de la renta o ganancia extraordinaria y la invierta, para mantener el capital total intacto.
Segundo, porque el mineral es del Estado, tal como lo establece el artículo 66 de nuestra Constitución. Solo por ser dueño, el Estado debe recibir un pago por el derecho a explotar el recurso, adicional al pago del impuesto común a otros sectores.
Tercero, porque dada la dificultad del ingreso de nuevas firmas a este tipo de industrias, considerando que el recurso natural es un factor fijo, existe renta, incluso en el largo plazo.
El carácter no renovable de los recursos y la propiedad estatal de los mismos, justifican, por sí solos, la aplicación de un impuesto por encima de lo que pagan los otros sectores, al margen de si existe o no renta. Es decir, aun cuando no haya renta, el Estado debe recibir un pago por ser propietario y porque necesita renovar el stock de capital destruido por la explotación de recursos no renovables.
En esa dirección, debe considerarse la creación de un impuesto específico para la minería, similar al de Chile, como un porcentaje de la renta imponible. La tasa a aplicar debiera permitir alcanzar un monto de ingresos para el Estado, que, incluyendo las regalías, permita financiar la inversión en capital físico y humano necesario para reponer el stock de capital natural perdido por la explotación minera. Para reparar el defecto del canon y el óbolo minero, estos recursos debieran gastarse en las zonas pobres del país que no gocen de la bonanza minera.
Con una contribución mayor de la minería al fisco y el buen uso de esos recursos, el actual modelo de desarrollo, que triplicó el PBI en los últimos 10 años, puede quedarse a vivir en el Perú.
(*) Economista, Jefe del Departamento de Economía de la PUCP
EL COMERCIO
13-01-11
Una de las pocas propuestas atendibles de Humala es el del tratamiento tributario que debe darse a la minería. Su propuesta ha tenido tanta pegada que hasta PPK se la ha comprado, matizándola. Más candidatos prometerán cobrar más a las mineras, aunque algunos, como García en el 2006, lo harán solo para la foto.
Hay razones que justifican el tratamiento discriminatorio a la minería.
Primero, porque el mineral es un recurso no renovable. Solow y Stiglitz plantearon en 1974 que la explotación de minerales reduce el stock de capital natural de la economía. En 1977, Hartwick, en la regla que lleva su nombre, propuso que el Estado tome parte o la totalidad de la renta o ganancia extraordinaria y la invierta, para mantener el capital total intacto.
Segundo, porque el mineral es del Estado, tal como lo establece el artículo 66 de nuestra Constitución. Solo por ser dueño, el Estado debe recibir un pago por el derecho a explotar el recurso, adicional al pago del impuesto común a otros sectores.
Tercero, porque dada la dificultad del ingreso de nuevas firmas a este tipo de industrias, considerando que el recurso natural es un factor fijo, existe renta, incluso en el largo plazo.
El carácter no renovable de los recursos y la propiedad estatal de los mismos, justifican, por sí solos, la aplicación de un impuesto por encima de lo que pagan los otros sectores, al margen de si existe o no renta. Es decir, aun cuando no haya renta, el Estado debe recibir un pago por ser propietario y porque necesita renovar el stock de capital destruido por la explotación de recursos no renovables.
En esa dirección, debe considerarse la creación de un impuesto específico para la minería, similar al de Chile, como un porcentaje de la renta imponible. La tasa a aplicar debiera permitir alcanzar un monto de ingresos para el Estado, que, incluyendo las regalías, permita financiar la inversión en capital físico y humano necesario para reponer el stock de capital natural perdido por la explotación minera. Para reparar el defecto del canon y el óbolo minero, estos recursos debieran gastarse en las zonas pobres del país que no gocen de la bonanza minera.
Con una contribución mayor de la minería al fisco y el buen uso de esos recursos, el actual modelo de desarrollo, que triplicó el PBI en los últimos 10 años, puede quedarse a vivir en el Perú.
(*) Economista, Jefe del Departamento de Economía de la PUCP
lunes, 3 de enero de 2011
El Verdadero Origen de la Crisis Económica
Por: Augusto Townsend K.
EL COMERCIO
03-01-11
Han transcurrido más de dos años desde la caída de Lehman Brothers y los economistas siguen polemizando sobre lo que verdaderamente originó la actual crisis. Comparto con ustedes una interesante explicación que encontré en un libro que no trata esencialmente sobre aquella, pero que quizá sea lo mejor que leí en el 2010.
En “Why your world is about to get a whole lot smaller” (“Por qué tu mundo está a punto de hacerse mucho más pequeño”), Jeff Rubin, ex economista jefe del banco de inversión canadiense CIBC World Markets, argumenta que el estallido de la burbuja inmobiliaria en EE.UU. no fue lo que ocasionó la crisis, sino un mero síntoma de un problema mucho mayor.
La principal fuerza detrás de la globalización en las últimas décadas ha sido el precio relativamente bajo del petróleo, pues redujo significativamente el flete para transportar bienes de un continente a otro y facilitó la fabricación de productos baratos en países con bajos costos de mano de obra y ambientales. Pero también disminuyó el gasto energético en los países industrializados, lo cual mantuvo a raya a la inflación y le dio holgura a los bancos centrales para bajar las tasas de interés y satisfacer el sueño clasemediero de la casa propia. Lo que ocurrió después es conocido: experimentos financieros que impulsaron sobre todo el segmento de las hipotecas de alto riesgo (‘subprime’) y la incubación de una burbuja inmobiliaria que terminó siendo devastadora.
Rubin encuentra inexplicable que buena parte de los economistas “olviden” en sus interpretaciones de la crisis que el crudo pasó de solo US$17 en 1999 a US$147 en julio del 2008, tras un alza particularmente frenética en la primera mitad de ese año. Los ‘defaults’ en el mercado hipotecario empezaron a multiplicarse justo cuando la gasolina subía a US$4 por galón.
Por más merecidas que resulten las críticas al libertinaje financiero y fiscal, no podemos minimizar el poder destructor de un shock petrolero. El mundo tiene que superar ya su peor adicción.
EL COMERCIO
03-01-11
Han transcurrido más de dos años desde la caída de Lehman Brothers y los economistas siguen polemizando sobre lo que verdaderamente originó la actual crisis. Comparto con ustedes una interesante explicación que encontré en un libro que no trata esencialmente sobre aquella, pero que quizá sea lo mejor que leí en el 2010.
En “Why your world is about to get a whole lot smaller” (“Por qué tu mundo está a punto de hacerse mucho más pequeño”), Jeff Rubin, ex economista jefe del banco de inversión canadiense CIBC World Markets, argumenta que el estallido de la burbuja inmobiliaria en EE.UU. no fue lo que ocasionó la crisis, sino un mero síntoma de un problema mucho mayor.
La principal fuerza detrás de la globalización en las últimas décadas ha sido el precio relativamente bajo del petróleo, pues redujo significativamente el flete para transportar bienes de un continente a otro y facilitó la fabricación de productos baratos en países con bajos costos de mano de obra y ambientales. Pero también disminuyó el gasto energético en los países industrializados, lo cual mantuvo a raya a la inflación y le dio holgura a los bancos centrales para bajar las tasas de interés y satisfacer el sueño clasemediero de la casa propia. Lo que ocurrió después es conocido: experimentos financieros que impulsaron sobre todo el segmento de las hipotecas de alto riesgo (‘subprime’) y la incubación de una burbuja inmobiliaria que terminó siendo devastadora.
Rubin encuentra inexplicable que buena parte de los economistas “olviden” en sus interpretaciones de la crisis que el crudo pasó de solo US$17 en 1999 a US$147 en julio del 2008, tras un alza particularmente frenética en la primera mitad de ese año. Los ‘defaults’ en el mercado hipotecario empezaron a multiplicarse justo cuando la gasolina subía a US$4 por galón.
Por más merecidas que resulten las críticas al libertinaje financiero y fiscal, no podemos minimizar el poder destructor de un shock petrolero. El mundo tiene que superar ya su peor adicción.
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Atisbando un Futuro Dinámico
Por: Richard Webb
EL COMERCIO
03-01-11
Todo apunta a un futuro dinámico, pero no nos engañemos. El crecimiento económico no es benigno. No es, como pintan las teorías económicas, una simple y tranquila acumulación, como quien levanta un rascacielos, piso tras piso. Más bien, dijo Schumpeter, el más realista de los economistas, el crecimiento es un proceso de creación destructiva, donde lo nuevo reemplaza a lo viejo. A diferencia de los políticos sordos, que no escuchan el reclamo de Manuel González Prada, los viejos a la tumba, el mercado sí renueva. El supermercado desplaza a la bodega de esquina, la cadena farmacéutica a la botica de barrio y la fábrica moderna al artesano. El motor del crecimiento es la innovación tecnológica y su otra cara es la obsolescencia. Cada año, se le prenden los foquitos a cientos de miles de nuevos empresarios, quienes se lanzan sacrificando ahorros, reputación y horas familiares. La mayoría fracasa. Un seguimiento de pequeños negocios nacidos en Estados Unidos registró que uno de cada cuatro desaparecía al año, la mitad a los cuatro años y el 70% a los diez años. Así también el tocadiscos, el telegrama, el fax, el televisor a tubos deslumbran un día, y pasan al tacho al día siguiente. A esa mortalidad normal debemos sumar las épocas de extinción masiva. Según Steve Schwarzman, presidente del fondo de inversión Blackstone, la crisis del 2008 hizo desaparecer el 40% de la riqueza financiera mundial.
Nos resistimos a la verdad darwiniana de los mercados. Reclamamos que el gobierno proteja el empleo, que no fracase ningún negocio, que no se tumbe nada viejo, que los campesinos no abandonen sus tierras aunque les vaya mejor en las urbes, que los barrios sigan siendo residenciales. Protestamos cuando el avance no es parejo para todos, y cuando se pierden los valores de familia, comunidad y amistad, desplazados en la funcionalidad competitiva de la economía moderna. El economista tradicional insiste en que todo es para mejor. El radical se frota las manos ante las desigualdades y los dolores reales de algunos.
Navegar el futuro no es cosa de poner la nave en piloto automático. Cualquier ola puede esconder una roca mortal. Se requiere la atención permanente del marinero instalado en la cofa de vigía para no encallar ni en el Escila del estancamiento ni el Caribdis de los conflictos sociales, aquellos monstruos de la mitología griega que eran una amenaza inevitable para los marineros, ya que evitar uno significaba pasar demasiado cerca del otro.
EL COMERCIO
03-01-11
Todo apunta a un futuro dinámico, pero no nos engañemos. El crecimiento económico no es benigno. No es, como pintan las teorías económicas, una simple y tranquila acumulación, como quien levanta un rascacielos, piso tras piso. Más bien, dijo Schumpeter, el más realista de los economistas, el crecimiento es un proceso de creación destructiva, donde lo nuevo reemplaza a lo viejo. A diferencia de los políticos sordos, que no escuchan el reclamo de Manuel González Prada, los viejos a la tumba, el mercado sí renueva. El supermercado desplaza a la bodega de esquina, la cadena farmacéutica a la botica de barrio y la fábrica moderna al artesano. El motor del crecimiento es la innovación tecnológica y su otra cara es la obsolescencia. Cada año, se le prenden los foquitos a cientos de miles de nuevos empresarios, quienes se lanzan sacrificando ahorros, reputación y horas familiares. La mayoría fracasa. Un seguimiento de pequeños negocios nacidos en Estados Unidos registró que uno de cada cuatro desaparecía al año, la mitad a los cuatro años y el 70% a los diez años. Así también el tocadiscos, el telegrama, el fax, el televisor a tubos deslumbran un día, y pasan al tacho al día siguiente. A esa mortalidad normal debemos sumar las épocas de extinción masiva. Según Steve Schwarzman, presidente del fondo de inversión Blackstone, la crisis del 2008 hizo desaparecer el 40% de la riqueza financiera mundial.
Nos resistimos a la verdad darwiniana de los mercados. Reclamamos que el gobierno proteja el empleo, que no fracase ningún negocio, que no se tumbe nada viejo, que los campesinos no abandonen sus tierras aunque les vaya mejor en las urbes, que los barrios sigan siendo residenciales. Protestamos cuando el avance no es parejo para todos, y cuando se pierden los valores de familia, comunidad y amistad, desplazados en la funcionalidad competitiva de la economía moderna. El economista tradicional insiste en que todo es para mejor. El radical se frota las manos ante las desigualdades y los dolores reales de algunos.
Navegar el futuro no es cosa de poner la nave en piloto automático. Cualquier ola puede esconder una roca mortal. Se requiere la atención permanente del marinero instalado en la cofa de vigía para no encallar ni en el Escila del estancamiento ni el Caribdis de los conflictos sociales, aquellos monstruos de la mitología griega que eran una amenaza inevitable para los marineros, ya que evitar uno significaba pasar demasiado cerca del otro.
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