Por: Alfredo Bullard
SEMANA ECONÓMICA
05-01-12
Es probable que la gran mayoría no haya entendido el título. La razón es muy sencilla. Están en un idioma del que varios habrán escuchado, pero que virtualmente nadie habla: están en esperanto.
El esperanto es quizás la más conocida de las llamadas lenguas planificadas. Fue creada entre 1877 y 1887 por L.L. Zamenhof, un polaco que se creía capaz de crear un idioma tan fácil de hablar y de aprender que lo usaría todo el mundo, que tendría uso universal y permitiría a todos los habitantes del orbe comunicarse con facilidad.
Desde el punto de vista teórico, Zamenhof hizo un excelente trabajo: el esperanto es 10 veces más fácil de aprender que el inglés, en especial como segundo idioma. Su regularidad y la ausencia de excepciones en su uso lo hace muy amigable, sencillo y predecible. Lo cierto es que si lo aprendiéramos todos, sería más fácil comunicarse.
Pero desde el punto de vista práctico fue un absoluto fracaso. Nadie lo habla ni tiene interés en aprenderlo. Los seres humanos no hablan un idioma por que sea fácil de aprender, sino por que les nace hacerlo de la interacción con otros individuos. El fracaso de Zamenhof y su esperanto se origina en no haber comprendido algo muy sencillo: el lenguaje es un orden espontáneo, no susceptible de planificación. No nace de arriba abajo, sino de abajo arriba. Las personas aprendemos a hablar un idioma interactuando y al interactuar vamos a la vez recreando el idioma. El español que hablamos es una creación colectiva no atribuible a nadie en particular, pero sí a todos en general, incluidas numerosas generaciones que nos antecedieron hablando español o las lenguas que le sirvieron de raíz.
Por supuesto que Zamenhof pudo seguir una vía distinta y convencer a los gobiernos que obligaran a sus ciudadanos a aprender y hablar esperanto. Con ello la lengua planificada hubierasido impuesta por un planificador. ¿Hubieran sido sus resultados más auspiciosos?
Lo dudo. El idioma no se puede imponer ni por las buenas ni por las malas. Intentos similares han fracasado simplemente porque es de la naturaleza de todo idioma ser producto de la interacción y no de la imposición. No se enseña a hablar por decreto.
De hecho los intentos de organizaciones como la Real Academia de la Lengua Española de restringir la evolución del lenguaje con reglas de “obligatorio” cumplimiento fracasa una tras otra, a tal nivel que hoy la Academia es más un mecanismo (innecesario por cierto) de reconocer la evolución espontánea antes que de reglar realmente como habla y escribe la gente. Las comunicaciones vía Internet o teléfonos celulares está cambiando radicalmente la forma como las personas escriben, muy a pesar de los ortodoxos de la Academia, simplemente porque la interacción empuja una evolución cada vez más ecelerada.
Como decía Hayek, los órdenes espontáneos tienen una ventaja inmensa sobre los órdenes planificados o constructivistas: reflejan mejor lo que la gente sabe, quiere y siente. No son meros caprichos. Resuelven el problema de contar la información necesaria para establecer las reglas adecuadas. Las reglas nacen de la interacción y evolucionan conforme la sociedad evoluciona. Son dinámicas y responden al carácter innovador y renovador de la vida en sociedad.
Hace unos días el diario El Comercio refería que el Código de Consumo “no había respondido a las expectativas” y sustentaba su conclusión en una encuesta tomada a la población. Al día siguiente de publicada esa información el mismo diario editorializaba sobre las razones de por qué esas expectativas no habían sido satisfechas, y se achacaba el hecho a problemas en las normas, falta de reglamentación y a la incapacidad del Indecopi de poner en práctica las reglas aprobadas.
El Comercio se equivoca de cabo a rabo. La razón por la que el código no funciona es la misma por la que fracasó el esperanto: no se entiende que el mercado -como el lenguaje- es un orden espontáneo en el que las regulaciones, y en especial las malas regulaciones, están condenadas al fracaso. El código trata de crear reglas para la interacción al margen de si reflejan o no lo que la gente quiere. Reglas creadas sin información respecto de lo que los seres humanos quieren y necesitan no augura nada bueno.
Quizás esté equivocado, pero me atrevo a sugerir que lo que los consumidores más desean es innovación y diversidad. Las personas queremos que las empresas y proveedores encuentren nuevas maneras, más efectivas y económicas, de satisfacer nuestras necesidades y que tengamos opciones diferentes en el mercado entre las cuales escoger. La clara inclinación por soluciones tecnológicas cada vez más sofisticadas y, a la vez baratas, parece un signo de los tiempos de Steve Jobs y Bill Gates. Lo mismo se puede decir en la creatividad que uno encuentra entre nuevos servicios y calidades. El código va precisamente en contra, pues al regular estándares y reglas obligatorias reduce los espacios para innovar. El problema es entonces que no se respetan las reglas, pero no porque los proveedores sean malos, sino porque no hay suficientes consumidores dispuestos a hacer que el código se cumpla, simplemente porque no es eso lo que les interesa.
Otra cosa que me atrevo a sugerir que los consumidores desean es pagar menos. Pero los estándares del código son una recatafila de sobrecostos impuestos sin preguntar a los consumidores si están dispuestos o deseosos de pagar por ellos. Y ante cumplir el código a mayor costo, la gente escoge que este no se cumpla.
Los Gutiérrez y Delgados que impulsaron el código cometen el mismo error que Zamenhof y de los socialistas: olvidar la existencia de órdenes espontáneos. Y es que, les guste o no, ese código es un esperpento socialista, pero bajo piel de cordero pro mercado. Sus impulsores creen que empujan el desarrollo de un mercado cuando en realidad lo destruyen, y al hacerlo conducen a una reducción sustancial del bienestar.
¿Por qué el Código de Consumo no ha satisfecho las expectativas? Por una razón muy sencilla: porque no puede hacerlo. Después de ofrecernos que nos llevaría a un mundo mejor, nos deja en un mundo en el que nadie estará satisfecho: no puede cumplirse porque crea una relación “contra natura” entre proveedores y consumidores.
Por eso los comentarios que se pusieron a mi post anterior (Querido Papá Noel, publicado el 23 de diciembre del 2011) que preguntaban por qué proponía derogar ese esperpento llamado Código de Consumo encuentran aquí su respuesta. Los mercados no se corrigen ni funcionan mejor con libros de reclamos o prohibiendo los transgénicos o limitando el derecho a renunciar al prepago de un crédito. Los mercados funcionan mejor dejando que -como en el lenguaje- los consumidores se expresen mejor. A fin de cuentas los mercados son como los idiomas: son formas de comunicar expectativas llevándolas al encuentro de aquellas capacidades de otros que puedan satisfacerlas.
Lo dicho no quiere decir, sin embargo, que el código sea irrelevante y que no cause daño. Es todo lo contrario. Los órdenes espontáneos se desarrollan mejor y generan más bienestar dentro de marcos institucionales que promueven la interacción libre, dejan espacio a la innovación y permiten que cada persona encuentre su camino.
Cuando la interacción humana se encuentra con regulaciones ridículas y absurdas como las que plagan el articulado del código que pretenden ser impuestas por la autoridad, se limita y relativiza la capacidad de los órdenes espontáneos para avanzar en la generación de bienestar. Se elevan innecesariamente los costos de transacción y convierte la satisfacción legítima de intereses individuales de consumidores y proveedores en infracción, ilegalidad e informalidad. Así como prohibir hablar español convertirá en clandestino un idioma, sancionar la innovación y la reducción de costos convierte en ilegal y penado lo que deberíamos aplaudir.
Aquí planteo una apuesta: año tras año, década tras década, todas las encuestas que se hagan arrojaran el mismo resultado: el bendito código no satisface las expectativas de la gente. Pero eso no es su culpa. Es consecuencia de que el mercado es un orden espontáneo y culpa de la ingenua malicia de sus creadores.
PD. Para los que tengan curiosidad sobre qué significa el título: El Código de Consumo es un adefesio y daña a la economía.
* Abogado de Bullard, Falla & Ezcurra
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