domingo, 18 de enero de 2009

TLC: Cuando los detalles importan

Por: Juan Zegarra
EL COMERCIO
18-01-09


Mas allá del encanto que produce el hecho de que Barack Obama llegue a la Casa Blanca, para el Perú en concreto tiene un efecto más de alerta que de júbilo.

Para comprender esto basta con mirar el febril trabajo de los últimos días para cerrar los detalles del TLC, porque después del 20 de enero no se sabe cómo será la política económica de Estados Unidos. Por algo el temor de nuestro gobierno -confirmado en conversaciones informales- de que si no se firmaba antes del relevo presidencial, la nueva administración podría hacer tabla rasa de todo lo negociado.

Pero ahora, que ya es una realidad y no hay marcha atrás en su inicio (1 de febrero), conviene apurar tareas pendientes para que esta enorme oportunidad no derive en un desperdicio o, peor aún, no se convierta en una fuente de conflictos.

Por ejemplo, puede ser una gran ventaja para que industriales y agroexportadores de la costa aumenten no solo su producción sino aprovechen las condiciones para modernizar sus procesos. Pero a la par puede tener efectos nocivos para pequeños productores y por eso cuanto antes tiene que existir una real política de reorientación de cultivos.

Del mismo modo, la selva y esencialmente la sierra tienen que tener acceso a este mercado. Esto incluye carreteras, obras de saneamiento y, por supuesto, una paulatina mejora en la educación pública. Sin una fuerza laboral educada, no tendremos futuro, así suscribamos TLC con medio planeta.

Con mayor razón esta necesidad ahora que estamos en mejores condiciones para convertirnos en una firme plataforma para atraer inversiones al país. Sería lamentable que por falta de nivel profesional o técnico se importen recursos humanos.

De otra parte, la naturaleza de los tratados de libre comercio, además de acabar y reducir el número de barreras arancelarias, cumple la función de ser un compromiso de respeto por las reglas de juego del mercado, sin intervenciones abusivas de los estados, y especialmente de protección de las inversiones. Un caso concreto es el desesperado esfuerzo de los inversionistas chilenos para sacar a flote el acuerdo comercial con nuestro país.

Sin embargo, esta garantía no opera de forma automática, porque a la par tiene que haber un proceso interno que vaya definiendo mejores condiciones para ese capital.

Más que nunca necesitamos organismos reguladores sólidos y a prueba de toda sospecha. Del mismo, nuestra enorme tarea pendiente es un Poder Judicial predecible y no como ocurre ahora, una instancia donde todo puede pasar o las resoluciones son interminables.

Asimismo, el TLC es una posibilidad para atraer las inversiones de los países vecinos porque lo 'made in Peru' entrará libre de aranceles al mercado estadounidense. Pero para eso hay que construir un consenso alrededor de nuestra apuesta económica, especialmente ahora cuando el modelo muestra fisuras (sugiero ver en nuestra página web un reportaje económico sobre cómo junto con el crecimiento aumentó la desigualdad en el país. 16/1/2009), y principalmente porque la crisis financiera impactará --aún no se sabe en qué magnitud-- en la economía. Tenemos que tomar conciencia de esa realidad para transformarla y no solo por el simple ejercicio de cuestionar el modelo económico.

Más allá de los fundamentalismos de un extremo u otro, si bien hay optimismo porque el acuerdo comercial empezará en pocos días, tampoco hay que caer en la candidez de que ya tenemos la solución mágica. La verdad del TLC no estará solo en las cifras macro o los clásicos promedios, sino en los detalles.

Dando el Gran Salto

Por: Fritz Du Bois
CORREO
18-01-09


Finalmente parió Paula y, pese al susto que nos dieron los últimos días, ya entra en vigencia el TLC con los Estados Unidos. En una escena que parecía salida de una película de Hollywood, en uno de sus últimos actos como presidente, Bush firmó la proclama en las horas finales a cargo del Gobierno norteamericano. Difícil imaginar que un proceso iniciado hace siete años hubiera concluido con tanto suspenso. Pero allí lo tenemos, y el tratado beneficiará a todos los peruanos. Al César lo que es del César. Así como reclamamos al Estado por su ineficiencia, también debemos reconocerle cuando cumple correctamente con su función. Los equipos que han negociado este acuerdo tienen un gran mérito y deben ser reconocidos. Incluso la tortuosa ruta interna que siguió el TLC para su aprobación ha servido para abrir trocha, y los próximos tratados –China, Unión Europea, etc.– deben lograr su implementación con mayor facilidad.

Mirando hacia adelante, el tratado da a nuestros productos acceso garantizado –permanente y sin aranceles– al consumidor norteamericano, cuyo mercado es 180 veces más grande que el peruano. Esta ventaja va a permitir no solo aumentar nuestras exportaciones sino también captar fuertes flujos de inversiones, ya que son pocos los países que gozan de este beneficio. Más aún, con los demócratas a cargo, no habrá nuevos tratados. El TLC nos va a diferenciar aún más del resto de la región. Pero creo que lo más positivo del acuerdo es que marca el punto de no retorno en nuestro camino a la modernidad. Integrados plenamente al mercado norteamericano –él más rico del mundo–, ni él más rabioso de los antisistema va a plantear retirarnos. Así se torna predecible la política económica y se reduce el riesgo electoral.

Por otro lado, la competencia va a forzar eficiencia y mejoras en la productividad. Cada vez será menos rentable el lobby mercantilista y proteccionista. Con ello, esperamos que la extinción final del 'empresaurio’ esté a la vista. Lo que sí falta con urgencia es una agenda pro competitividad para asegurar que el país le saca el máximo provecho a esta oportunidad. Es fundamental concesionar los puertos, así como eliminar aranceles y obstáculos burocráticos. El Perú tiene ahora la posibilidad de dar el gran salto a la modernidad, no la podemos desperdiciar.

jueves, 8 de enero de 2009

No Todos Somos Keynesianos

La crisis y la teoría económica
Guy Sorman
Para LA NACION


PARIS.- La mayor amenaza contra la recuperación económica es tener poca memoria. Si el presidente Obama o Sarkozy actúan como si la ciencia económica no existiera, o como si no hubiéramos aprendido nada desde 1930, la economía mundial se hundirá más.

Existe un riesgo real de que el nuevo presidente de los EE.UU. sea influido por una vociferante turba de ideólogos estatistas y keynesianos resurgentes. Parece como si los espectros del New Deal se hubieran apoderado del debate político en los EE.UU. Hablan como si su exilio de principios de los 80 se hubiera producido por simples razones partidarias. Pero no fue así. El estatismo y el keynesianismo fueron descartados en todo el mundo simplemente porque habían fracasado.

La expansión económica por medio de la privatización, la desregulación y el libre comercio -un proceso que se inició en 1979 en el Reino Unido durante el gobierno de Margaret Thatcher, siguió en los Estados Unidos durante la presidencia de Ronald Reagan, y finalmente se extendió en todo el mundo tras la desaparición de la Unión Soviética- no tuvo origen ideológico. Esta nueva economía global y libre, inspirada por los así llamados partidarios de la oferta y monetaristas, fue una respuesta racional a la crisis de 1974-79, engendrada por estatistas y keynesianos. La política de regulación de precios y de "estímulo" económico de la administración Carter habían conducido a los EE.UU. a una depresión. En realidad, Nixon fue quien la inició, con su famosa declaración: "Ahora todos somos keynesianos". Una teoría que generó lo que se llama estanflación, inflación y recesión al mismo tiempo; la herencia del keynesianismo en acción.

El fracaso simultáneo de las políticas keynesianas en los EE.UU., Europa y Japón no sorprendió a los economistas de libre mercado. La defectuosa premisa keynesiana de revivir la economía por medio de la creación artificial de la demanda de consumo ("estímulo") ya había sido puesta en evidencia y cuestionada por los economistas del libre mercado, desde conservadores como Milton Friedman hasta liberales como Edmund Phelps, antes de que esas políticas se aplicaran. Los economistas de libre mercado ya habían explicado que el crecimiento provenía de la oferta. El empresario, mediante el uso de la innovación, crea nuevos mercados, y luego se origina la demanda. No se puede estimular la demanda con subsidios públicos a productos y servicios que primero deben inventarse: no le corresponde al gobierno crear riqueza; sólo puede redistribuir la riqueza existente usando lo que paga un contribuyente para dárselo a otro. Por medio de la inflación, aumentando los salarios nominales, el gobierno también puede crear la ilusión de ayudar a la gente; sin embargo, este regalo muy pronto será pagado con un aumento de precios.

¿Por qué, entonces, el keynesianismo ha demostrado ser tan popular entre los líderes políticos? Por algo que no tiene nada que ver con la economía: el estímulo simplemente le da buen nombre al gobierno, al menos a corto plazo. No obstante, hay que conceder que la intervención estatal puede justificarse por razones morales, por ejemplo, en nombre de la justicia social, o para restablecer la estructura de la sociedad. Pero no puede considerársela fuente de crecimiento.

La política de la oferta, la reducción de impuestos, la desregulación, la competencia, el libre comercio y la globalización han ofrecido al mundo alta tecnología (extraordinario desarrollo de Internet, teléfonos celulares) y una vida mejor.

Esto no implica negar que nos encontremos en medio de una crisis económica. Pero esta crisis debe enfrentarse con los principios de la economía moderna. ¿La crisis actual es la consecuencia de los excesos del libre mercado, de la ceguera ideológica y de la falta de regulación estatal? ¿Cómo explicamos entonces los 25 años anteriores de prosperidad económica? Casi todos los economistas partidarios del libre mercado coinciden ahora en que los mercados sólo funcionan bien dentro de los límites impuestos por instituciones sólidas y predecibles; cuando no es así, el crecimiento es lento o aparecen las burbujas especulativas. Por otro lado, la economía conductista acepta que los individuos no siempre actúan racionalmente; las pasiones nos llevan a hacer elecciones económicas absurdas. Pero reconocer la necesidad de instituciones y tener en cuenta las impredecibles acciones de los individuos no significa que el control estatal sea indispensable. Los gobiernos tienden a ser aún más impredecibles que los mercados, y tampoco son menos proclives a dejarse llevar por las pasiones. Los gobiernos eligen ir a la guerra, por ejemplo, y los individuos, no.

Paul Krugman ganó un Premio Nobel por sus primeros trabajos sobre el libre comercio, pero ha empezado a argumentar que los EE.UU. deberían reemplazar una economía guiada por la codicia (léase: el mercado) por una economía basada en la moralidad (léase: el gobierno). Pero desde David Hume se ha demostrado una y otra vez que una sociedad moral se basa en la libertad individual. Concederle al gobierno autoridad para imponer moralidad es malo desde lo económico y niega las premisas básicas de todas las sociedades libres.

Los bancos hipotecarios estadounidenses Fannie Mae y Freddie Mac, instituciones que regulaban el mercado inmobiliario estadounidense, que no eran públicos ni privados (el peor caso posible, ya que la responsabilidad no queda en claro), eran impredecibles y poco confiables. La pasión contribuyó a crear una burbuja mundial debido al contagio de la mala información: los precios de la vivienda sólo podían subir, se decía. Así, para reparar el mercado, lo que hoy se necesita no es una mayor regulación, sino un mercado mejor gracias a la transparencia. No se debería permitir ninguna transacción inmobiliaria en la que el comprador no dispusiera de toda la información y de asesoramiento financiero acerca de las consecuencias de su compra.

Una autoridad que evalúe la seguridad financiera de los productos debería imponer criterios informativos estándares similares a los que rigen la información de las etiquetas de los alimentos envasados. En teoría el camino más corto hacia la recuperación sería dejar que el mercado mismo se ajustara, pero en una democracia, donde la opinión pública pesa, mantenerse a un lado no es una solución legítima. Las consecuencias sociales de adoptar una actitud de laissez-faire radical podrían hacer que gran parte de la nación se volviera en contra del capitalismo.

Por lo tanto, el deber del gobierno es salvar al capitalismo, la mejor herramienta económica que tenemos, incluso por medio de medidas no capitalistas: Keynes ya lo sabía en la década de 1930. Nunca pretendió destruir el capitalismo, sino salvarlo de los capitalistas dando participación al gobierno. Pero reaccionar excesivamente ante una crisis puede ser tan peligroso como no hacer nada. La nueva cultura del rescate podría estimular el riesgo moral y socavar el espíritu emprendedor, tal como lo hizo la sindicalización en los 30. Parece menos destructivo rescatar a los individuos en mala situación, los que corren peligro de perder su vivienda o su empleo, que rescatar a industrias enteras.

Al escuchar las promesas de Barack Obama, y teniendo en cuenta la codicia de sus aliados keynesianos, sólo podemos esperar que el presidente electo rechace sus peores consejos. Los errores y desequilibrios no podrán evitarse absolutamente, pero la economía se recuperará si se preservan los verdaderos motores del crecimiento futuro: el espíritu emprendedor, la innovación, la solidez de las instituciones públicas, la libre circulación de la información y el libre comercio. Si la economía de Obama no impide que los innovadores accedan al mercado, las nuevas tecnologías y productos que aún no conocemos y que en este momento están en proceso de creación y que son el Microsoft del mañana, y no las viejas industrias rescatadas, como la de los autos, darán forma a nuestro futuro.