Estamos llenos de prejuicios que nos hacen pensar que el mundo está peor cuando en realidad estamos mejor que nunca.
Por: Alfredo Bullard (abogado)
EL COMERCIO
28-09-14
“Todo tiempo pasado fue mejor” es una frase que siempre repetimos . ¿Es cierta? ¿Estamos peor que antes? Gracias a un link enviado por Lampadia puede revisar una conferencia TED de Hans Rosling y de su hijo Ola. Hans Rosling es el creador de Gapminder, un sistema que integra de manera evolutiva y comparativa las estadísticas de la mayoría de países del mundo.
Los Rosling hacen tres simples preguntas al público y las comparan con las respuestas en encuestas en Suecia y Estados Unidos a personas y las hipotéticas respuestas random de chimpancés.
Las tres preguntas son: 1) ¿Cómo ha cambiado el número de muertes por año a causa de desastres naturales en el último siglo? ¿Se duplicó, se mantuvo más o menos igual o decreció a menos de la mitad? 2) ¿Cómo ha cambiado el porcentaje de personas en el mundo que viven en la pobreza extrema en los últimos 20 años? ¿Se ha duplicado, se ha quedado más o menos igual, o se ha reducido a la mitad? 3) ¿Por cuánto tiempo las mujeres de 30 años de edad en el mundo han ido a la escuela: siete años, cinco años o tres años?
¿Qué hubiera contestado usted? Es probable que a la primera pregunta haya dicho que las muertes por desastres naturales se han duplicado. Después de todo, los noticieros están llenos de esos eventos todos los días. A la segunda quizás haya dicho que el número de pobres extremos se ha duplicado. Todos los días escuchamos que los sistemas económicos están empeorando la situación de la gente. A la tercera es probable que haya contestado tres años. Es lógico. La discriminación de género hace que las mujeres estén en una situación realmente desventajosa frente a los hombres.
Si esas fueron sus respuestas, lo felicito. Usted piensa lo mismo que los suecos o los norteamericanos. El 50% de los suecos contestó que las muertes por desastres se han duplicado, el 38% que siguen más o menos igual y solo el 12% que se han reducido. Pero los chimpancés estuvieron más cerca de la respuesta correcta. El 33% pensó que se habían reducido. La realidad es que en el último siglo las muertes por desastres naturales se han reducido de medio millón al año a alrededor de 50.000 en el último siglo (mucho menos de la mitad). Hemos mejorado sustancialmente. Los chimpancés ganaron porque no ven noticieros.
Si usted pensó que la pobreza extrema se ha duplicado, coincide con los norteamericanos. Solo el 5% de ellos cree que se ha reducido a la mitad en los últimos 20 años. Pero lo cierto es que eso es lo que ha ocurrido en el mundo. La pobreza extrema se ha reducido en 50%. ¿Por qué entonces creemos que hay más pobres que antes?
¿Consideró usted que las mujeres van en promedio en el mundo solo tres años a la escuela? De nuevo coincide con los suecos, pero está equivocado. La respuesta correcta es siete. Los hombres van ocho. Las mujeres casi los han alcanzado en los últimos años y de seguir la tendencia pronto no habrá diferencia. Lo que ocurre es que pensamos en las peores partes del mundo, donde existe efectivamente una gran discriminación. Pero lo cierto es que, como dicen los Rosling, esos sitios son cada vez más extraños. Ignoramos lo que pasa a la mayoría.
Estamos llenos de prejuicios que nos hacen pensar que el mundo está peor cuando en realidad estamos mejor que nunca. Y el ejercicio se puede repetir con cientos de indicadores: mortalidad infantil, expectativa de vida, acceso a servicios públicos, niveles de ingreso, etc.
Lo malo es que ese pesimismo equivocado es usado todo el tiempo para impulsar políticas que nos llevan precisamente en contra de lo que queremos lograr. Por eso la próxima vez que le hagan una pregunta como las que nos hacen los Rosling, piense en positivo. Piense que estamos mejor. Es casi seguro que acertará.
domingo, 28 de septiembre de 2014
lunes, 15 de septiembre de 2014
La productividad subjetiva
Veremos en los siguientes años una educación económica más humanista, más integrada a las ciencias sociales.
Por: Richard Webb*
EL COMERCIO
15-09-14
Tradicionalmente, la producción ha sido concebida como un proceso físico, medida en toneladas métricas de maíz o de cobre, o cantidades de panes y telas y otras mercaderías elaboradas en fábricas. Adam Smith y Karl Marx se negaron a incluir los servicios como parte de la producción. Para ellos, el producto era un ser tangible, y era un resultado de causas también físicas –los recursos naturales, la mano de obra y el capital–. Marx fue enfático en cuanto al papel de la inversión como motor del crecimiento, encapsulando su descripción del capitalismo con la famosa frase: “¡Acumular! ¡Acumular! ¡He aquí Moisés y los profetas!”.
Una consecuencia ha sido el carácter matemático y casi ingenieril de la ciencia económica que hemos heredado. El paradigma de un mundo de causas y efectos observables y medibles, que obedecían a leyes tan inexorables como las de la física, fue una primera aproximación a la economía de los siglos XVIII y XIX, pero el mundo ha cambiado, cuestionando la relevancia de esa visión física y altamente predecible. El énfasis pasa de la oferta a la demanda, del reto físico de la producción al reto psicológico de los deseos del comprador. La economía se vuelve menos como el motor de un carro y más como un cerebro oscuro. La psicología invade el campo de la economía. El psicólogo Daniel Kahneman recibe el Premio Nobel de Economía y las facultades de Economía estrenan cursos de “economía conductual”, admitiendo así que antes no prestaban atención a la conducta humana.
Los nichos se vuelven más importantes que los costos. Marca Perú, “orgánico”, “hecho a mano” y “comercio justo” están a la orden del día, y son tan productivas de valor como las más modernas y costosas maquinarias. Hace un mes, un racimo de treinta uvas Ruby Roman se vendió en Japón en US$5.500. Más que comida se pagaba por una obra de arte. Un extremo de esclavitud ante los antojos del consumidor son las tiendas Zara, el mayor distribuidor de ropa en el mundo, donde cada compra o comentario de un cliente produce una retroalimentación de información a la fábrica central y una modificación en el plan de producción. Han florecido las actividades de la publicidad y de la comunicación. La carrera de Comunicación, antes limitada al periodismo, es ahora parte integral de todo equipo empresarial. El mundo se inunda de publicidad.
Se reintroduce la humanidad en lo económico. Los servicios, que –según Smith y Marx– tenían cero productividad, hoy constituyen dos tercios del PBI mundial. A diferencia de los productos impersonales de la chacra o fábrica, los servicios son intensamente personales. Cuando pagamos una asesoría, un corte de pelo, una atención en el restaurante, una consulta médica, incluso una transacción con el caserito, parte de lo que estamos comprando es una satisfacción psicológica relacionada con los atributos del que vende, su sonrisa, su atención, su confiabilidad. No es solo la zapatilla, sino saber que el fabricante no usó niños para producirla. No es solo el vestido, sino el hecho de que es el único de ese modelo. No es solo el sabor de los ravioles, sino también el gusto del saludo del mozo conocido.
Quizá veremos una nueva actitud de humildad en los economistas. Su campo se ve invadido por psicólogos, sociólogos y hasta incómodos moralistas. En el mejor de los casos, veremos una educación económica más humanista, más integrada a las ciencias sociales, y con más atención al cultivo de la inteligencia emotiva, a la intuición, a las artes.
* Director del Instituto del Perú de la USMP
Por: Richard Webb*
EL COMERCIO
15-09-14
Tradicionalmente, la producción ha sido concebida como un proceso físico, medida en toneladas métricas de maíz o de cobre, o cantidades de panes y telas y otras mercaderías elaboradas en fábricas. Adam Smith y Karl Marx se negaron a incluir los servicios como parte de la producción. Para ellos, el producto era un ser tangible, y era un resultado de causas también físicas –los recursos naturales, la mano de obra y el capital–. Marx fue enfático en cuanto al papel de la inversión como motor del crecimiento, encapsulando su descripción del capitalismo con la famosa frase: “¡Acumular! ¡Acumular! ¡He aquí Moisés y los profetas!”.
Una consecuencia ha sido el carácter matemático y casi ingenieril de la ciencia económica que hemos heredado. El paradigma de un mundo de causas y efectos observables y medibles, que obedecían a leyes tan inexorables como las de la física, fue una primera aproximación a la economía de los siglos XVIII y XIX, pero el mundo ha cambiado, cuestionando la relevancia de esa visión física y altamente predecible. El énfasis pasa de la oferta a la demanda, del reto físico de la producción al reto psicológico de los deseos del comprador. La economía se vuelve menos como el motor de un carro y más como un cerebro oscuro. La psicología invade el campo de la economía. El psicólogo Daniel Kahneman recibe el Premio Nobel de Economía y las facultades de Economía estrenan cursos de “economía conductual”, admitiendo así que antes no prestaban atención a la conducta humana.
Los nichos se vuelven más importantes que los costos. Marca Perú, “orgánico”, “hecho a mano” y “comercio justo” están a la orden del día, y son tan productivas de valor como las más modernas y costosas maquinarias. Hace un mes, un racimo de treinta uvas Ruby Roman se vendió en Japón en US$5.500. Más que comida se pagaba por una obra de arte. Un extremo de esclavitud ante los antojos del consumidor son las tiendas Zara, el mayor distribuidor de ropa en el mundo, donde cada compra o comentario de un cliente produce una retroalimentación de información a la fábrica central y una modificación en el plan de producción. Han florecido las actividades de la publicidad y de la comunicación. La carrera de Comunicación, antes limitada al periodismo, es ahora parte integral de todo equipo empresarial. El mundo se inunda de publicidad.
Se reintroduce la humanidad en lo económico. Los servicios, que –según Smith y Marx– tenían cero productividad, hoy constituyen dos tercios del PBI mundial. A diferencia de los productos impersonales de la chacra o fábrica, los servicios son intensamente personales. Cuando pagamos una asesoría, un corte de pelo, una atención en el restaurante, una consulta médica, incluso una transacción con el caserito, parte de lo que estamos comprando es una satisfacción psicológica relacionada con los atributos del que vende, su sonrisa, su atención, su confiabilidad. No es solo la zapatilla, sino saber que el fabricante no usó niños para producirla. No es solo el vestido, sino el hecho de que es el único de ese modelo. No es solo el sabor de los ravioles, sino también el gusto del saludo del mozo conocido.
Quizá veremos una nueva actitud de humildad en los economistas. Su campo se ve invadido por psicólogos, sociólogos y hasta incómodos moralistas. En el mejor de los casos, veremos una educación económica más humanista, más integrada a las ciencias sociales, y con más atención al cultivo de la inteligencia emotiva, a la intuición, a las artes.
* Director del Instituto del Perú de la USMP
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TEORIA ECONOMICA
lunes, 8 de septiembre de 2014
Un país bien desarrollado
Estamos a tiempo para decidir si solo queremos desarrollo o si queremos ser un país de gente feliz.
Por: Rolando Arellano*
EL COMERCIO
08-09-14
Hoy que buscamos entrar a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el “club” de las economías desarrolladas, creemos que resulta fundamental preguntarnos qué tipo de desarrollo queremos. Veamos.
La medida más común de desarrollo es el PBI per cápita, es decir, cuánto del producto bruto del país le tocaría a cada peruano, si este se repartiera entre todos. Hoy tenemos un per cápita de 7 mil dólares por año, mientras un estadounidense tiene nueve veces ese monto. ¿Deberíamos aspirar a un per cápita como ellos? No necesariamente, pues el buen desarrollo no está ligado solo al PBI.
En primer término, porque un dólar en Lima alcanza más que uno en Nueva York, y mucho más si es en Villa El Salvador que en San Isidro. Debemos entonces compararnos por el costo de vida o “ppp” (poder de compra paritario), pero corregido además por grupos sociales y lugares, y no por dólares verdes iguales para todo el país. Y si bajamos los costos de acceso a bienes y servicios, como dar agua corriente en los hogares, haremos mucho más ricas a las familias que si generamos trabajo para que paguen por el agua cara de los camiones.
Un segundo aspecto es la distribución del PBI, pues los promedios ocultan que algunos ganamos como estadounidense rico y otros como peruano pobre. Un país bien desarrollado tiene mucha clase media, es decir, menor distancia relativa entre los ricos y los menos ricos. Ello aporta mayor paz social y genera un círculo virtuoso de crecimiento al tener más gente con capacidad de compra y, por ello, mayores economías de escala en la producción. Como en Alemania.
El tercer aspecto del buen desarrollo es que todos cubran sus necesidades básicas, es decir, que no haya pobreza. Y si existieran pobres, un país bien desarrollado no se contenta con ayudarlos a sobrellevarla, sino que genera las condiciones para que salgan de ella. Buena alimentación a los niños, educación pública de calidad y ayuda a los emprendimientos hacen que el desarrollo sea estructural, y la pobreza solo accidental. Como en Canadá.
El cuarto punto de un buen desarrollo es el respeto a la naturaleza. La minería, el turismo y la agricultura que respeten los bosques y los ríos no solo son un deber social sino una buena inversión, pues en el mediano plazo la naturaleza sana será el recurso más escaso del planeta, y su posesión será fuente de bienestar para quienes lo tengan. Como en Noruega.
Finalmente, en un país bien desarrollado la gente consume solo lo adecuado para maximizar su bienestar y el de su entorno. En él se sabe que más consumo no es más bienestar, allí se come bien pero se evita la obesidad por sobreconsumo de alimentos, y la gente se viste a la moda, pero no es esclava de ella. Como en algunos aspectos de los Países Bajos.
No es que planteemos parecernos a Canadá, Alemania o Noruega en todo, sino más bien creemos que estamos a tiempo para decidir si queremos ser un país OECD más, o si tomaremos lo bueno y evitaremos lo malo que el desarrollo ha traído a otros. Y entendemos también que cualquier ejercicio de planeamiento del país resultará inútil si no sabemos adónde queremos llegar. En otras palabras, estamos a tiempo para decidir si solo queremos desarrollo o si queremos ser un país de gente feliz.
*Profesor de Centrum Católica
Por: Rolando Arellano*
EL COMERCIO
08-09-14
Hoy que buscamos entrar a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el “club” de las economías desarrolladas, creemos que resulta fundamental preguntarnos qué tipo de desarrollo queremos. Veamos.
La medida más común de desarrollo es el PBI per cápita, es decir, cuánto del producto bruto del país le tocaría a cada peruano, si este se repartiera entre todos. Hoy tenemos un per cápita de 7 mil dólares por año, mientras un estadounidense tiene nueve veces ese monto. ¿Deberíamos aspirar a un per cápita como ellos? No necesariamente, pues el buen desarrollo no está ligado solo al PBI.
En primer término, porque un dólar en Lima alcanza más que uno en Nueva York, y mucho más si es en Villa El Salvador que en San Isidro. Debemos entonces compararnos por el costo de vida o “ppp” (poder de compra paritario), pero corregido además por grupos sociales y lugares, y no por dólares verdes iguales para todo el país. Y si bajamos los costos de acceso a bienes y servicios, como dar agua corriente en los hogares, haremos mucho más ricas a las familias que si generamos trabajo para que paguen por el agua cara de los camiones.
Un segundo aspecto es la distribución del PBI, pues los promedios ocultan que algunos ganamos como estadounidense rico y otros como peruano pobre. Un país bien desarrollado tiene mucha clase media, es decir, menor distancia relativa entre los ricos y los menos ricos. Ello aporta mayor paz social y genera un círculo virtuoso de crecimiento al tener más gente con capacidad de compra y, por ello, mayores economías de escala en la producción. Como en Alemania.
El tercer aspecto del buen desarrollo es que todos cubran sus necesidades básicas, es decir, que no haya pobreza. Y si existieran pobres, un país bien desarrollado no se contenta con ayudarlos a sobrellevarla, sino que genera las condiciones para que salgan de ella. Buena alimentación a los niños, educación pública de calidad y ayuda a los emprendimientos hacen que el desarrollo sea estructural, y la pobreza solo accidental. Como en Canadá.
El cuarto punto de un buen desarrollo es el respeto a la naturaleza. La minería, el turismo y la agricultura que respeten los bosques y los ríos no solo son un deber social sino una buena inversión, pues en el mediano plazo la naturaleza sana será el recurso más escaso del planeta, y su posesión será fuente de bienestar para quienes lo tengan. Como en Noruega.
Finalmente, en un país bien desarrollado la gente consume solo lo adecuado para maximizar su bienestar y el de su entorno. En él se sabe que más consumo no es más bienestar, allí se come bien pero se evita la obesidad por sobreconsumo de alimentos, y la gente se viste a la moda, pero no es esclava de ella. Como en algunos aspectos de los Países Bajos.
No es que planteemos parecernos a Canadá, Alemania o Noruega en todo, sino más bien creemos que estamos a tiempo para decidir si queremos ser un país OECD más, o si tomaremos lo bueno y evitaremos lo malo que el desarrollo ha traído a otros. Y entendemos también que cualquier ejercicio de planeamiento del país resultará inútil si no sabemos adónde queremos llegar. En otras palabras, estamos a tiempo para decidir si solo queremos desarrollo o si queremos ser un país de gente feliz.
*Profesor de Centrum Católica
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